ÍNDICE
Capítulo
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1. EL CAMPO DE MARTE
Aunque durante los últimos meses Enrique se había sometido a tres delicadas operaciones, a los cuarenta y siete años todavía se sentía lleno de vida. Su médico era un amigo de la infancia y, como tal, no le podía decir más que la tremenda y triste verdad: su enfermedad era incurable y le quedaba muy poco tiempo de vida.
Enrique salió del consultorio. Dejó su automóvil donde lo había estacionado y se fue a pie... a cualquier parte. Total, ya nada importaba. Mientras caminaba, sentía que aquellos que se cruzaban con él se mofaban de su solitario sufrimiento. Cabizbajo y abrazado por la angustia siguió caminando y, sin darse cuenta, llegó hasta el Campo de Marte. Se sentó en una de las gradas de las antiguas tribunas y allí lloró como no lo había hecho desde niño. Imploró piedad y misericordia, pero no halló consuelo. Ansiando la muerte inmediata y el completo olvido, subió hasta lo más alto de la edificación y, por un instante, pensó en arrojarse desde aquel lugar.
Alguna vez fue joven y fuerte, alegre y jubiloso; pero así como el perfume se desvanece con el aire, así había transcurrido su tiempo. Acudió a su memoria todo cuanto le había ocurrido durante aquellos largos años. Muchas fueron sus experiencias y emociones. Precisamente, el Campo de Marte era uno de los lugares donde se había desarrollado parte importante de su vida. Recordó cuando, desde ese mismo lugar, presenció emocionantes carreras de motos con sus típicos olores a aceite y gasolina quemados y el ruido de los motores que lo hacían vibrar; marciales desfiles militares con sus bandas de músicos, aviones de propulsión a chorro rompiendo la barrera del sonido, y el olor a estiércol por el paso de la caballería; vertiginosos juegos mecánicos con carros chocones, trenes fantasmas y sillas voladoras. Evocó su antiguo refugio: un compartimento que tenía el monumento del parque como una habitación a cuyas cuatro caras se hallaban adosadas cuatro esculturas. Y se puso a rememorar...
En las calles se veía muchos chicos que se divertían como cerdos en el lodo, jugando a los trompos, al palito chino, los ñocos y mata gente. Enrique iba con Miguel, un chico de condición muy humilde. Éste se había mudado recién al barrio, a un callejón llamado "El Bacín", debido a su hediondo desagrado.
Enrique tenía ocho años, pero por su talla aparentaba tener diez. Su rostro era una mezcla de razas: tez blanca, ojos pardos, gruesos labios y ensortijado cabello. Su familia también era muy pobre, y hacía ya varios años su padre los había abandonado.
Miguel era de la misma edad, gordo, colorado y con la cara llena de pecas. Sus labios muy delgados parecían tan sólo una rendija y, casi siempre, esbozaban una sonrisa.
Cuando llegaron a su destino, al Campo de Marte, eran las siete de la noche. Allí se encontraron con otros amigos y comentaron las burlas del día anterior. Muchas parejas de enamorados frecuentaban el lugar y ellos, escondidos entre los árboles, les tiraban piedras. Rieron mucho recordando e imitando las expresiones de sus ocasionales víctimas.
Ocasionalmente, los policías perseguían a los chicos que jugaban fútbol en los parques, para evitar que malograran el pasto. Justamente ese día, al no encontrar víctimas de quienes mofarse, se pusieron a jugar pelota a la luz de los faroles. En pleno partido, “un campana” gritó:
—¡Vienen “tombos”! ¡Corran!
Ante el grito de alarma, corrieron hacia la pista por el lado opuesto al que estaban los policías. Para su mala suerte, allí había otros dos que cogieron a Enrique y a Miguel y los introdujeron en el patrullero. Al rato, mientras los policías cogían a otros chicos, ellos aprovecharon del descuido y escaparon, no sin antes coger un pito que los guardianes del orden habían dejado en el asiento. Mientras corrían, Enrique iba soplándolo y matándose de risa. Se internaron entre los árboles y se perdieron de vista. Luego, se introdujeron en el compartimento que tiene el monumento del parque —su escondite habitual—, en donde se encontraron con el hermano de Enrique y dos amigos más. Miguel espetó:
—¡Qué risa! Enrique se cagó en los "tombos"; les robó su pito ¡ja, ja, ja!
Miguel le quitó el silbato a Enrique y lo sopló sin darse cuenta de que los policías estaban en las inmediaciones. Éstos cercaron rápidamente el monumento. Ante esta situación, decidieron salir a la carrera por los cuatro lados. Minutos después, Enrique y Miguel fueron detenidos y conducidos a la comisaría, mientras que los demás lograron huir.
Durante esos años, aparecían recién los vendedores ambulantes, los cuales también eran perseguidos por la ley. Ese día, acababan de apresar a dos “carretilleros” que introdujeron en el calabozo, mientras que a Enrique y Miguel, por ser menores de edad, sólo los tuvieron unas cuantas horas sentados en las bancas del patio, cerca de las carretillas de los vendedores informales. Éstas contenían maní azucarado, melcocha, tamarindo, máchica y muchas otras delicias que paladearon con gula. Por la noche, ya en sus casas, volaban de fiebre y la diarrea no se hizo esperar. Tenían tal indigestión que, por lo menos en todo un año, no volvieron a mencionar la palabra maní.
A partir de esa experiencia, Enrique y Miguel se convirtieron en amigos inseparables.
En una oportunidad, Miguel se cortó el párpado cuando jugaba con un “run run”, lo cual motivaría que lo identificaran con el mote de: “El Tuerto”. El juego normalmente era inofensivo; sin embargo, los palomillas reemplazaban los botones de plástico por chapas de gaseosas, las cuales, previamente, las colocaban sobre los rieles del tranvía para que cuando éste pasara las aplane, quedando con un filo de navaja; luego, apostaban a cortar la pita del contrario.
2. EL CAMPEONATO DE COMETAS
Rememorando aquellas experiencias, Enrique se dirigió a su antiguo escondite —el monumento— que ahora estaba olvidado de todos: sucio y maloliente. Le parecía increíble cuántos recuerdos se apretaban dentro de sí. Por un momento olvidó sus penas, pues había sonreído; sin embargo, la dura realidad lo aplastó nuevamente. Se sintió desolado como en un vasto desierto, sin nadie ni nada que lo animara. Luego de unos momentos de nostalgia, volvió a enfrascarse en sus añoranzas...
Olía a ozono. El ambiente estaba lleno de gente y se sentía el traqueteo típico de los vehículos que se movilizan sobre rieles. Transcurría el año de mil novecientos cincuenta y tres, época en la que en Lima transitaban los tranvías. Enrique viajaba en uno de ellos, del tipo denominado “acoplado”. Cada vez que se aproximaban a un paradero, se escuchaban los chirridos que producían los frenos. Los chicos que iban colgados de los estribos comenzaban a bajarse “a la volada” antes que terminara la lenta parada del vehículo. Cuando se detenía, primero bajaban en tropel los escolares, luego lo hacían los mayores. Cuando el tranvía iniciaba la marcha, los chicos “gorreros” que se habían bajado subían nuevamente “a la volada”, manteniéndose siempre en el estribo para evitar el pago del pasaje.
Al final de la avenida Brasil, en Magdalena del Mar, Enrique se apeó del tranvía e inició el corto trecho que lo separaba del colegio, buscando siempre la sombra de los árboles de mora que franqueaban la calle. Iba abobado, pisando los frutos que habían caído al suelo, dejando en la vereda algo parecido a escupitajos morados. Al pasar junto a una bodega vio unos ovillos de pabilo.
“Justo lo que necesito”, pensó y decidió entrar.
—¿Cuánto valen?
—Cincuenta centavos —contestó el tendero.
Se sintió frustrado, pues no tenía dinero suficiente. Esa tarde no pudo prestar atención al profesor. Su mente estaba puesta en los ovillos. Luego, como siempre le sucedía, se puso a soñar despierto, recordando sus vivencias del domingo anterior...
Él con su amigo Miguel, El Tuerto, quien a pesar de ser nuevo en el barrio ya era famoso por su excelente puntería con la honda, fueron al campo a conseguir "sacuaras" para confeccionar cometas y así poder participar en la competencia del domingo siguiente. El sol era abrasador y, El Tuerto, sudando a raudales, escaló un árbol para observar mejor, mientras él lo esperaba abajo, estrechando al árbol y mirando hacia arriba. De pronto sintió un sabor salado: le había caído en la boca una gota de sudor.
—¡Maldita sea! —dijo. Luego vomitó hasta el alma...
Ya sea por el amargo recuerdo o porque el profesor se había parado al lado suyo, salió de su sueño y volvió a la realidad.
—¿Ya despertaste? —preguntó el maestro.
—¡Sí, profesor! —contestó con el rostro encendido.
Minutos después volvió con su sueño; pero esta vez, lo salvó la campana del recreo. Durante el descanso, un amigo le regaló una rifa, la que tenía impreso el dibujo de un billete de cinco soles. Su pasión desmedida por las cometas se encargó del resto. Después de clases, se dirigió a la bodega; pidió un ovillo de pabilo; pagó con el billete falso y salió corriendo. Caminó varias cuadras como zombi. La mano que cogía el ovillo le quemaba, pues tomó conciencia de su falta. Todo ello le produjo un tremendo remordimiento; mas ya era tarde: el delito estaba consumado.
—¡Eres una bestia! —le dijo El Tuerto— ¿Cómo se te ocurre robar con el uniforme puesto y, lo que es peor, en una bodega tan cercana al colegio?
Al día siguiente, Enrique se prestó dinero y se dirigió hasta la puerta de la bodega. Se le hacía un nudo en la garganta; le faltaba el aire y le sudaban las manos. Haciendo acopio de valor se lanzó a la tienda, pero cuando se vio frente a frente con el tendero, se quedó mudo. Puso la moneda sobre el mostrador, agachó la cabeza y salió corriendo por segunda vez.
Ese día se desveló construyendo sus cometas. Fabricó un barrilete y una estrella. El domingo, en el campeonato de cometas, habría muchos premios; pero a él solamente le interesaba el de la guerra de cometas, la cual consistía en colocarles hojas de afeitar en las colas, para luego, calculando la altura y con movimientos bruscos del cordel, hacerlas cabecear y cortar el pabilo de los contrincantes.
Llegó el día de la competencia y, mientras se aproximaban al Campo de Marte —lugar del evento—, El Tuerto le hablaba; pero, Enrique, no lo escuchaba. Ya estaba soñando, y con la mirada perdida. Se veía campeón... De pronto, sintió un dolor en el trasero. Era El Tuerto, quien le había tirado un hondazo a la vez que le gritaba:
—¡Idiota! Estás mojando las cometas en un charco. Eso te sucede por andar soñando.
Era el fin. Sus dos cometas quedaron empapadas e inservibles. Felizmente y tras mucho insistir, El Tuerto le cedió una de las suyas. A partir de ese momento, a Enrique lo llamarían “El Soñador”.
Al llegar, vieron una gran concentración de muchachos entre los cuales estaban sus enemigos tradicionales: los del barrio de la avenida Talara, liderados por su caudillo “Mano Santa”, su encarnizado rival. Éste era un año mayor que Enrique, aunque ligeramente más bajo que él. De contextura gruesa, pícaros ojos azules y una cara que reflejaba ironía por la expresión sarcástica que ponía.
A Mano Santa le habían adjudicado dicho apelativo por su participación en un suceso famoso que se publicó en todos los diarios de Lima. Fue cuando por una "palomillada", su madre lo reprendió severamente. Como venganza y aprovechando que ella había salido a comprar a la bodega de la esquina, Mano Santa, que se encontraba en la cocina, cogió grasa de una sartén, se encaramó a la ventana que daba al patio y garabateó una de las lunas con los dedos llenos de grasa. Su intención era dibujar la imagen de su madre. A continuación, apagó la luz y se fue a dormir. Al rato, la mamá regresó, prendió la luz de la cocina y se dirigió al patio. Se quedó atónita: creyó ver la imagen de un “Cristo” sobre la pared del patio, pero sólo era la proyección de la luz de la cocina sobre la luna garabateada. Los curas dictaminaron: “milagro”.
Al día siguiente, había tanta gente esperando ver el milagro, que casi ocupaban toda la cuadra, no obstante que para ver el acontecimiento había que dar una contribución monetaria.
El Soñador se puso a recordar el altercado que tuvo anteriormente con Mano Santa, cuando competían en las carreras de palitos en la acequia que había en la avenida Salaverry. Fue justamente cuando los palitos ingresaron por el tubo de cemento, debajo de una de las pistas transversales, que a grandes zancadas corrieron al otro lado para ver quién ganaba. Mano Santa, quién llegó primero, tiró otro palito con su nombre y gritó: ¡gané!
El Soñador, que se había percatado de la patraña, escupió en el suelo en señal de reto. Inmediatamente, Mano Santa, "pisó la babita" como signo de aceptación. Se liaron a golpes dentro de un cerco humano integrado por sus amigos. En plena bronca, un amigo de Mano Santa le puso una zancadilla, razón por la cual El Tuerto intervino con un hondazo. Segundos después, la pelea se generalizó entre los del barrio de la avenida Garzón y los de la avenida Talara.
Según las reglas de la guerra de cometas, la voz de partida era sólo para tomar altura; luego, a la voz de “fuego”, los contrincantes podían iniciar recién la batalla.
La competencia se desarrolló en tres ruedas eliminatorias. En la primera, entre otros, clasificaron El Soñador, El Tuerto, Mano Santa y otro chico; en la segunda, El Tuerto fue eliminado. Después de la tercera eliminatoria, solamente quedaron para la final Mano Santa y El Soñador. A continuación vendría una lucha dramática: El Soñador, que había quedado con su cometa ligeramente averiada no pudo cambiarla, ya que no contaba con otra. Mano Santa inició la rueda final con cometa nueva, esto le dio una ventaja transitoria y efímera puesto que poco después, El Tuerto, de un certero y tramposo hondazo, igualó las acciones. Sin embargo, al darse la voz de ataque, el cordel de El Soñador estaba muy próximo a la cola “artillada” del enemigo. Solamente le quedaba embestirlo. Las cometas chocaron y rebotaron haciendo un “8” en el cielo y se enredaron. El Soñador al sentir muy tirante su cordel soltó pita para evitar que se rompiera. Mano Santa hizo lo mismo y las cometas se precipitaron a tierra.
Ellos ya no podían hacer nada. Sólo atinaron a correr hacia el lugar donde caerían. La que caía primero perdía; no obstante, los cordeles se engancharon en la rama de un árbol y quedaron como dos péndulos. Se inició una acalorada discusión respecto de cuál había quedado más arriba. Era cuestión de centímetros; pero, tal como sucedía siempre, ya sea apostando en el billar, en el campeonato de sapo o en cualquier otra competencia, el triunfante fue Mano Santa.
3. EL COLEGIO MILITAR
Era ya tarde, había oscurecido y empezaba a lloviznar. Mientras Enrique, El Soñador, se encaminaba por la avenida central que cruza el Campo de Marte, se sintió como atrapado en un callejón sin salida, similar a la larga y desierta pista a cuyos costados los faroles reflejaban su luz sobre la lluvia, cual dos cortinas interminables. No se oía el más leve ruido; reinaba un dantesco y sordo silencio. De cuando en cuando le parecía escuchar el lamento de su inmenso pesar. Como un niño errante que ha perdido la mano de su madre en la multitud, vagó desconsolado, apenas acompañado por la densa sombra de su desazón. Fatigado y exhausto, sin fuerzas para luchar ni combatir, deploró su falta de valor para quitarse la vida.
Caminó y caminó sin importarle el frío y sin percatarse del tiempo. Lo único que lo consolaba era evocar con nostalgia algunos pasajes de su vida: las travesuras infantiles con su amigo El Tuerto, el campeonato de cometas, su accidente en la piscina del colegio —que, años después, sería la causa de su terrible enfermedad—, y muchos otros más...
El Soñador pensó: “Maldita sea, ¿cómo conciliar el sueño en tales condiciones?”
En la mañana, lo habían internado en el CMLP —Colegio Militar Leoncio Prado—. Tenía 15 años y era la primera vez que iba a dormir fuera de su casa. Se sentía muy incómodo en el segundo piso de una cama camarote en donde sobraban la mitad de sus piernas. Su cabeza recién rapada le producía una sensación extraña al posarla sobre la almohada. Una mortificante luz roja debía mantenerse prendida toda la noche —llamada luz de imaginaria—. El mar quedaba a pocos metros y las olas reventaban contra la playa pedregosa arrastrando, con la resaca, piedras con un ruido estrepitoso. Para colmo de males, las gaviotas, que abundaban en la zona, emitían un ruido lastimero parecido al llanto de un bebé. Se diría que ese día se habían puesto de acuerdo para un concierto de gemidos.
Estando ya a punto de dormirse, su compañero de camarote, que tampoco lograba dormir, se movió de tal manera, que produjo todo un terremoto. En ese ambiente con olor a pies de adolescente, donde dormían cerca de veinte cadetes, completamente desvelado, El Soñador se puso a revisar todo lo que le había sucedido ese día: vestir el uniforme que le dieron, le quedara como le quedara, el rapado de cabeza, el bautizo con maltratos y humillaciones.
El agotamiento lo venció y, al fin, parecía que Morfeo lo abrazaba; pero, ¡horror! Un ruido espantoso lo sobresaltó: Era el toque de diana. El “cornetazo” era el signo del inicio de otro “maravilloso” día.
Después de pasar la noche sin dormir, pensó que jamás podría lograrlo en esas condiciones; que nunca se acostumbraría. Sin embargo, se equivocó; pues logró soportarlo durante los tres años que duraron los estudios.
Tuvo que aprender que en el CMLP todo se hacía a la carrera; que la lentitud era motivo de castigo para los tres últimos. Los desplazamientos; ya sea para ir a las aulas, al comedor, a los dormitorios llamados “cuadras” o a cualquier parte se hacía marchando, perfectamente formados en fila. Quienes incumplían recibían puntos en contra y, los que acumulaban más, perdían su salida de fin de semana.
A los alumnos recién ingresados, los cadetes de años superiores jamás les decían cadetes: los llamaban “perros” y los trataban como tales. Si no hacían las cosas como ellos ordenaban, eran castigados con un “ángulo recto”.
Nunca olvidará cuando recibió su primer ángulo recto. Un cadete superior le dijo:
—“Perro”, agáchese y agárrese los huevos.
El superior vino por detrás y le tiró una patada en el trasero, con tanta fuerza que le dolió hasta el alma.
El y su inseparable amigo El Tuerto habían postulado becas para estudiar en el CMLP. Ambos lograron aprobar y obtener la tan deseada gratuidad.
Cuando se encontraron, el primer día de internados, El Tuerto le dijo:
—Soñador, a que no sabes quién más ha ingresado al colegio; y hasta es mi compañero de cuadra.
—¿Quién?
—Pues, nada menos que el cojudo de Mano Santa.
—¿Y qué mierda?
—¡Pues nada! ¿Por qué te arañas? Si sólo te estoy informando.
—Alégrate, hombre, peor hubiera sido tenerlo de compañero de camarote ¡ja, ja, ja! —rió El Soñador, aunque el tono sonó algo nervioso.
En forma rotativa, y durante toda una semana, los cadetes tenían que hacer servicio de “cuartelero”. A El Soñador le tocó una de las primeras semanas. El servicio consistía en la recepción de ropa sucia para enviarla a la lavandería; luego, se hacía la entrega de la ropa limpia a sus dueños, de acuerdo con los números impresos en las prendas. Para coger la ropa interior, tal como calzoncillos y medias, El Soñador utilizaba su bayoneta, ya que muchas apestaban a mil demonios. De esto se percató el monitor, quien rompió uno de los colgadores y se lo mostró, amenazándolo:
—¡Deje inmediatamente la bayoneta en su lugar! ¿Tienes asco? ¿Qué prefieres? ¿Coger las prendas con la boca o con este palito que te vendo en cinco soles?
—Sólo tengo un sol, mi cadete —contestó El Soñador.
—No te preocupes. Yo te voy a enseñar como me vas a pagar los cuatro soles restantes.
Así, aprendería otro castigo que los perros tenían que soportar constantemente, el llamado “un sol”.
—“Perro”, descúbrase el tórax— le ordenó el superior, quien cogió una moneda de un sol y le pegó con el canto de la misma en las protuberancias de las clavículas. El Soñador sintió como si le pegaran cuatro martillazos.
El día siguiente lo pasó peor, era día de maniobras militares, tal como todos los sábados, hicieron una larga caminata cargando un equipo que pesaba varios kilos y cuyos correajes le presionaban justamente sobre sus dolientes clavículas. El llegar al lugar de maniobras no fue para descansar, sino para "rampar", simular ataques y hacer tiro con sus antiguos fusiles Mauser, los cuales reculaban con la fuerza de la patada de una mula. Los hombros le quedaron moreteados.
Los cadetes superiores nunca se cansaban de hacerles la vida imposible. Se juntaban en grupos y comenzaban a darles órdenes de locos. Un día, cuando El Soñador y El Tuerto caminaban por los jardines del colegio, un grupo de ellos los detuvo.
—Usted, perro, vaya por donde yo miro —ordenó un superior, dirigiéndose a El Tuerto.
El pobre tuvo que correr rápidamente por donde el superior dirigía su mirada. Luego, al verlo agotado y que ya no podía más de tanto correr, le ordenó que se detenga.
—¡Cuádrese y contésteme! ¿Tiene enamorada?
—No, mi cadete.
El superior le pegó una cachetada y le dijo:
—¡Esta es por idiota, perro!
—¿Y... usted, tiene chica? —le preguntó a El Soñador.
—Yo, sí mi cadete.
—¡Esta es por vivo! —dijo el superior, propinándole también “una rica cachetada”.
En otra ocasión, mientras El Tuerto y otros “perros” estaban defecando en los “Malacates”, baños donde los cubículos que separaban los inodoros no tenían puertas, y los cadetes estaban acostumbrados a conversar mientras cagaban unos frente a otros:
—Espera un momento que tengo que pujar. ¡Ahhh…! Ya como te seguía diciendo, Mano Santa es un pendejo —dijo El Tuerto.
—¡Puta madre! Que mierda has comido, que apesta a muerto —le increpó su amigo.
En ese momento, varios cadetes superiores se aparecieron en el baño y adrede se pusieron a cantar El Himno Nacional, obligándolos a cuadrarse.
Más tarde, con los ojos llorosos, El Tuerto le confesó a El Soñador:
—¡Fue asqueroso, repugnante! Ya no aguanto más, yo me largo.
—No, "Tuertito", nuestros padres no nos han metido por la fuerza. Hemos ingresado por nuestra propia voluntad. Debemos terminar acá como hombres. Además, aquí tenemos gratis los estudios, la comida y hasta la ropa... Un importante ahorro para nuestras familias.
Sin embargo, El Soñador también sufría mucho, principalmente con la comida, pues tenía un apetito voraz y estaba en pleno crecimiento. Recordó cuando el primer día de internamiento, en el comedor, ubicaron a nueve “perros” por mesa y en la cabecera se sentó un cadete superior, quien les dijo:
—¡“Perros”! Atención con lo que yo les voy a decir… Nadie puede servirse mientras yo no termine de hacerlo— comenzó a llenar sus platos con exceso y continuó diciendo— Yo siempre me sentaré en la cabecera; los demás, rotarán una posición cada semana y, después de mí, se irán sirviendo en el sentido de las agujas del reloj.
Consecuentemente, los primeros comían hasta el hartazgo y a los últimos no les llegaba casi nada. Esa semana, a El Soñador, le tocó el penúltimo lugar y sólo le llegó un poco de arroz blanco. Sintió morirse de hambre.
Los días viernes había mejoría de rancho. Les daban postre y, como éstos venían servidos en platos individuales, no faltaban, entre los primeros que llegaban, quienes los escupían, asegurándose de esta manera el potaje. Esto duró muy poco, porque después de un tiempo, para un perro del CMLP, ya experto en supervivencia, no existía el asco.
Las primeras ocho semanas de internado fueron de enclaustramiento total; no tenían salida los fines de semana; pero sí podían recibir visita de sus familiares los días domingo. El Soñador sentía mucha pena por los cadetes provincianos que no tenían familia en Lima. Entre ellos, había un muchacho llamado Benjamín, que no recibía visita; pero le llegaban muchas cartas y encomiendas desde Piura, las cuales contenían chifles, manjarblanco, natilla, kinkones y muchos otros dulces que, generalmente, invitaba a sus amigos más cercanos.
En una oportunidad, le llegó una provocativa torta. Para su desgracia, se fue al baño y olvidó cerrar el candado de su ropero. De ello se percataron El Soñador y El Tuerto, quienes se robaron la torta. Descolgaron la colcha de su cama hasta que ésta rozara con el piso; se escondieron debajo de ella y se la engulleron. Cuando Benjamín —“El Piurano” — los vio con bigotes blancos por la crema, corrió para ver su ropero y descubrió que la torta había desaparecido.
—Creí que eran mis amigos —les dijo, con una expresión triste—. Yo les hubiera invitado. Ni siquiera me dejaron un poquito para probarla. Mi madre me la preparó especialmente, porque... hoy es mi cumpleaños. El Piurano regresó al baño, para soltar algunas lágrimas o maldecir a los culpables.
El Soñador nunca se había sentido tan mal. El sentimiento de culpa lo aplastaba y una profunda pena se apoderó de él. Inmediatamente organizó una colecta. Fue a “La Perlita”, tal como llamaban al único kiosco que existía dentro del Colegio, en donde compró galletas, gaseosas y chocolates. Buscó a El Piurano para pedirle disculpas delante de su grupo de amigos más íntimos; luego repartió cigarrillos y golosinas, y le cantaron “feliz cumpleaños”.
Su primera salida a la calle fue el “Día de la Madre”. El Soñador se sentía orgulloso con su uniforme de gala lleno de botones, con kepí y elegantes correajes. Su único problema eran los granos en la frente —producto del desarrollo—, que al ser presionados por el kepí, lo hacían sufrir.
En el CMLP aprendieron muchas cosas: a tender sus camas, encerar y lustrar pisos, coser su ropa, comer cualquier clase de comida, y muchas cosas más. Sin embargo, la más importante de todas fue aguantar bromas. Enclaustrados, como vivían, no tenían otro entretenimiento que hacerse bromas entre sí, muchas de ellas pesadas. Si querían sobrevivir, tenían que aprender a soportarlas.
Durante nuestro primer año en el CMLP, el Tte.Crl. Sub Director, era de caballería, tenía su caballo en el colegio y, ese caballo, era un animal medio loco, que a veces rompía las formaciones, se admiraba en la piscina, pateaba su caballeriza que estaba en el lado sur del campo de futbol, se quedaba catatónico y parecía una estatua, arrastraba al número (soldado que lo cuidaba), y solo se dejaba montar por el comandante. A ese caballo lo mataron, al pobre equino lo envenenaron dándole un kilo de aspirinas con su comida. El culpable nunca fue delatado, todo el batallón de cadetes aguantó un plantón de muchas horas, seguramente participaron varios, se comentaba que uno de ellos fue “Mano Santa”; sin embargo, no se logró probar la participación de nadie.
Muy pronto, comenzaron a conocerse las mataperradas de Mano Santa. En una oportunidad se extralimitó. Fue cuando hicieron tiro al blanco y él hizo cero puntos, cero balas. En realidad, se había guardado en el bolsillo las municiones, pues tenía un plan preconcebido para la utilización de ellas.
Días después, Mano Santa le dijo a un grupo de compañeros: —De acuerdo con su rutina, dentro de unos minutos, aparecerá a la distancia cruzando el campo de fútbol el desgraciado del teniente... ¡Yo lo haré bailar!
En efecto. Minutos después apareció el teniente. Mano Santa cogió el fusil y realizó varios tiros que hicieron saltar polvo muy cerca del teniente, quien danzó al ritmo de las balas. Una vez repuesto del susto, éste corrió a las cuadras y comenzó a oler todos los fusiles, hasta que encontró el que se había utilizado. Pero Mano Santa había tomado la precaución de coger un fusil ajeno, el de El Tuerto, quien, al ser interrogado manifestó no saber nada del asunto. Como nadie delató al culpable, ese fin de semana se quedaron castigados todos los cadetes de la promoción.
A la semana siguiente volverían a castigar a El Soñador por culpa de Mano Santa. Una noche, mientras dormía, sintió frío, cada vez más frío; luego, un viento helado. Soñoliento, abrió un cuarto de ojo, luego medio ojo, un ojo entero; finalmente, los dos ojos. ¡No podía creerlo! Se encontraba en el centro del campo de fútbol —a trescientos metros de su cuadra—. Después se enteraría que mientras él dormía profundamente, Mano Santa y tres amigos de éste, levantaron en vilo su cama —cogiendo cada uno una pata— y, con él encima, la trasladaron a dicho lugar. El regresar su cama a la cuadra hizo que se retrase a la hora de la formación. Esa mañana fue el último en todo y acumuló tantos puntos que perdió su salida del fin de semana. Además, la exposición al maligno y húmedo aire nocturno, lo enfermó.
Enclaustrado y con una tos canina, tuvo todo el domingo para pensar cuánto odiaba a Mano Santa. Rumiaba todos los malos ratos que le había hecho pasar. Pensó: “Dos fines de semana seguidos sin poder salir por culpa de ese imbécil”. Ya no podía soportar más aquella letanía. El Soñador recordó que dos años atrás, lo había humillado en la competencia de vuelo de cometas; pero lo que más lo exacerbaba era cuando recordaba que el año anterior, Mano Santa se les había declarado, el mismo día, a todas las chicas de su barrio. Cuatro lo aceptaron; una de ellas fue “Chelita”, su amor platónico. Juró vengarse...
Luego de gozar de sus dos días de franco, el domingo a las once de la noche, los cadetes retornaban al colegio. Para su mala suerte, a Mano Santa le tocaba el primer turno de imaginaria —vigilancia nocturna en cuatro turnos de dos horas cada uno—. Era de suponer que, rendido por el cansancio, pronto daría una “cabeceada”. Era la oportunidad que esperaba El Soñador para acometer su venganza. Los cadetes usaban unos botines altos con horquillas metálicas por donde se enganchaban unos largos pasadores que, con la grasa del betún, se convertían en excelentes mechas. Cuando El Soñador estimó que su víctima dormía profundamente, prendió fuego a sus pasadores. Luego de unos segundos, lo verían saltar como canguro. Como él dormía en el primer piso del camarote, se golpeó fuertemente la cabeza con el dintel del segundo.
El escándalo que hizo despertó al monitor, quien lo castigó por dormirse en su turno de vigilancia. La venganza resultó mejor de lo que esperaba. Lo castigaron con un mes sin salir los fines de semana.
—¡Soñador, si eres hombre, vamos al patio! —le dijo Mano Santa.
Al rato, rodeados de compañeros, se fajaban tal como lo habían hecho tantas veces, pues eran enemigos acérrimos. Esta vez la intención era destrozarse. Apenas comenzó la trifulca hicieron su aparición dos cadetes superiores que estaban de ronda. Trenzados, los contrincantes habían caído al suelo, y tan concentrados estaban en la lid, que no se percataron de que todos sus compañeros habían huido.
—¡Perros! ¡Atención! —gritó uno de los superiores. Inmediatamente se cuadraron en la posición de firmes.
—Ahora van a seguir peleando, pero como perros; en cuatro patas —añadió.
—Podrán morderse, arañarse y darse cachetadas —agregó el otro.
Los obligaron a arrodillarse y ponerse frente a frente.
—Tú comienza, dale una bofetada —le dijo a Mano Santa.
Este le pegó, pero sin poner fuerza en su mano. El Soñador sintió como si fuera una caricia.
—Ahora tú, imbécil —le ordenaron a El Soñador.
Tenía la cara de su enemigo expuesta a su disposición para destrozarla si quería; pero ya no tenía ganas de hacerlo. Se sentía parte del espectáculo de un circo romano o como bufón. Era humillante.
Él sabía que quejarse a la superioridad, aparte de que no encajaba dentro de la ética del cadete, quien lo hiciera tendría en el futuro la visita permanente de cadetes superiores, los que le harían la vida imposible hasta que pidiera su baja. No obstante, uno siempre podía retar a un superior. El código de honor obligaba a éste a aceptar la pelea.
El Soñador se reincorporó y, ya de pie, dirigiéndose a uno de ellos le dijo: —lo reto, mi cadete.
Mano Santa, imitándolo, hizo lo propio con el otro superior.
Los cadetes superiores eran más corpulentos y venían dándoles una soberana paliza. Después de varias trompadas, uno de ellos se apiadó de los pobres perros.
—Ya está bien, muchachos —dijeron estirándoles las manos a los ilusos perros.
—Han demostrado que son bien hombres —agregó uno de ellos.
Los jefes se retiraron. Ya solos, se quedaron un instante mirándose mutuamente, sin atinar a nada. Se dieron media vuelta y se dirigieron a sus cuadras. A partir de ese momento, continuarían sin hablarse durante todo el internado; pero ya no volverían a pelear nunca jamás.
Durante la vigilia, el rigor militar, los días monótonos y la situación de aislamiento hacían que El Soñador se sintiera como si fuera un recluso. Pero durante la noche y durante el tiempo de ensoñación, se liberaba. La fantasía lo conducía a menudo a su oasis secreto, a su Jardín del Edén particular, y encontraba en ella un refugio salvador y una evasión a sus frustraciones de libertad y sus sensaciones de claustrofobia. En los recreos, plegaba su abrigo a modo de cojín, se estiraba en alguno de los tantos jardines del colegio y caía en un sueño o duermevela. Cuando soñaba se desdoblaba, despojándose del cuerpo físico y obteniendo una agilidad insospechable para escalar los muros del colegio, trasladarse de un sitio a otro ¡Era libre!
El Soñador jamás podría olvidar aquel día, el del olluquito con charqui. Acababa de dormir, cuando lo despertó un profundo “retortijón”. Le dolían las tripas y eliminó desesperadamente una flatulencia y sintió el trasero húmedo. Se paró inmediatamente, abrió su ropero, sacó papel higiénico, un calzoncillo y una toalla. Cuando estaba buscando un pantalón de pijama limpio, sintió un segundo cólico. Pero esta vez, un líquido fétido le recorría las piernas hasta los tobillos. Ya no tenía tiempo. Dejó de buscar el pantalón de pijama, su ropero abierto y como estaba, sin zapatos, se fue rápidamente a los baños. Mientras se dirigía a los servicios higiénicos, escuchó múltiples lamentos:
—¡Ay! Por favor, ayúdenme que he vomitado hasta el alma.
—¡Me muero, ay. Mis tripas!
—¡Socorro, me duele el estómago!
Cuando llegó al baño, había una cola interminable. Atinó a pensar en ir a los malacates, donde había duchas masivas para muchos cadetes a la vez. Cuando llegó, las regaderas estaban casi llenas; sin embargo logró coger un espacio y se metió con ropa y todo. Después de ducharse, cogió su toalla, se secó y enrolló con la misma. Pensó en dejar allí la ropa sucia, estaba tan asquerosa; pero no, estaba numerada con su código y podía ser identificado y castigado. La cogió y recordó que había dejado su ropero abierto, podrían robarle. Apresuró el paso, durante el recorrido todo era un caos, el hedor y los gemidos se oían por doquier. Con el cuerpo húmedo y los pies descalzos, sintió frío. Cuando llegó al lado de su ropero quedó horrorizado, toda su ropa estaba tirada en el suelo, ¡la habían utilizado para limpiarse como si fuera papel higiénico! Mientras juntaba en un rincón toda su ropa sucia apareció el Capitán, quién les repartió pastillas.
—Es un tranca culos —les dijo—. Con esto se van a sentir mejor. No vayan a la enfermería que está congestionada. Salvo aquéllos que estén muy deshidratados para que les pongan suero.
Al amanecer todo el colegio apestaba a mierda. El Capitán reunió a todos y los arengó:
—Por encargo del Coronel, debo decirles que éste fue un accidente, aparentemente una bolsa de detergente cayó en la olla donde preparaban el olluquito con charqui. Pero, los trapitos se lavan en casa, y por el bien de la imagen de nuestra querida Institución, la noticia no debe trascender los muros del colegio. Esto será un compromiso de honor entre nosotros. Para que se recuperen y sientan mejor, hoy día se les dará un rancho de dieta; y mañana, tendrán un día de salida libre. Gracias cadetes.
La responsabilidad político-militar era tremenda para la Dirección del Colegio. Felizmente, al día siguiente, todos se recuperaron y, aunque el hedor duró como un mes, y la noticia fue publicada en algunos diarios: "Intoxicación masiva en el CMLP", la vida en el colegio pudo continuar normalmente.
Semanalmente, proyectaban películas para los cadetes en el auditorio del plantel, la semana del olluquito con charqui se anunció la obra peruana “La muerte llega al segundo show” con la entonces buenísima Betty Di Roma… Por la diarrea colectiva, la película se postergó para la semana siguiente y, en la pizarra donde se anunciaba el filme, apareció con mucha picardía lo siguiente:
“ESTE VIERNES, LA GRAN OBRA PERUANA: <<LA MUERTE LLEGA AL SEGUNDO PLATO>>. CON LOS RENOMBRADOS TONY OLLUCO Y ELIZABETH CHARQUI.”
Las películas terminaban relativamente tarde para sus hábitos y era el momento que aprovechaban los cadetes superiores para atrapar “perros”, a fin de que tendieran sus camas; por ello, algunos precavidos, minutos antes del término de la función se ubicaban en la puerta; apenas presentían el final, salían corriendo para no ser atrapados. Era común que en estas estampidas algún cadete cayera por tierra y, encima de éste, los que venían detrás, produciéndose magulladuras, roturas de huesos y hasta principios de asfixia. Ese día, cuando El Soñador y El Tuerto salían encabezando la estampida, chocaron y se enredaron las hojuelas de sus botines. Vieron que se les venía la avalancha. Si bien fueron fracciones de segundo, ellos lo vivieron como en cámara lenta: no lograban desatarse y ya sentía El Soñador sobre sus espaldas las manos de alguien que se aproximaba por detrás. Felizmente, en el último instante, las hojuelas se desprendieron y saltaron por el aire dejándolos libres para iniciar la fuga. Aquel día se salvó, por primera vez, de una serie de tres accidentes.
Como El Soñador era alto, lo escogían constantemente para integrar delegaciones a paradas militares. Esto le agradaba, porque salía de los muros del colegio y podía ver la calle. Sin embargo, estas ceremonias implicaban permanecer en pie mucho tiempo cargando su fusil y sin poder moverse. Se daba muchos casos de cadetes que se desmayaban, quienes, adicionalmente al golpe y la vergüenza, eran castigados. En una oportunidad, lo escogieron para una ceremonia en la que botarían un barco al mar, “El Lobitos”. Mientras la Banda Republicana tocaba “La Marcha de Banderas”, ellos esperaban la llegada del Presidente en posición de “presenten armas”, posición muy incómoda: el brazo derecho se estira pegado al cuerpo, cogiendo con la mano la culata del fusil. El brazo izquierdo, horizontalmente con el codo doblado y la mano a la altura de la barbilla y manteniendo el fusil en posición vertical. Al rato, las muñecas empiezan a doler terriblemente debido a la inmovilidad. Se siente que la sangre de la cabeza desciende con rapidez. Uno se pone pálido y empieza a ver negro hasta producirse el temido desmayo. Ese día, había un sol abrasador y el “excelentísimo” presidente, Don Manuel Prado, no llegaba. Por más que El Soñador bombeaba sutilmente la sangre con movimientos disimulados de sus piernas, estaba a punto de perder su lucha contra la horizontalidad. Cuando sintió que su caída era inminente, realizó los movimientos secuenciales para pasar a la posición de “armas al hombro”; luego, inició desplazamientos al paso de ganso y, con cadencia, se fue alejando de la formación, pretendiendo que el público pensara que sus actos eran parte del programa. Peor hubiera sido pasar la vergüenza de caer al suelo. Se dirigió al ómnibus del colegio y le pidió al chofer que le comprara una gaseosa. Sentado, esperó la culminación de la ceremonia y el castigo correspondiente. Se imaginaba en el calabozo, castigado por lo menos un mes sin salida. Sin embargo, grande fue su sorpresa cuando, luego de contarle su experiencia al teniente, éste lo premió: “Cadete, por su iniciativa e ingenio, tiene usted un día de salida extraordinaria”. Ésta era la segunda oportunidad que se salvaba de un accidente.
Pero donde hay muchos muchachos, suele haber accidentes. Y como a la tercera va la vencida, esta vez sería protagonista de un suceso fortuito que tendría serias repercusiones en su vida, treinta años después. El Soñador, que iba marchando con dirección a las aulas, se encontró de pronto en una cama. —No puede ser. Si estoy marchando ¿qué hago aquí? ¿Estoy soñando?
Levantó la cara y vio al Coronel, Director del Colegio, con toda su plana mayor.
—¿Cómo se siente, cadete? —le preguntó.
—Me duele mucho la cabeza, mi Coronel —respondió, a la vez que se tocaba la nuca con la mano derecha, percatándose que le habían colocado una bolsa con hielo.
—Estábamos muy preocupados por su salud —le dijo—. Tuvo usted un accidente en la piscina. De eso, ya han pasado tres días y usted acaba de recuperarse de un estado de amnesia parcial.
Sus amigos le contaron lo que sucedió: Después de haber ido marchando a las aulas y escuchado clases, se dirigieron al estadio para hacer educación física y, luego, a la piscina para refrescarse. Los bordes de la superficie estaban revestidos con mayólica y cuando éstas se humedecían se ponían muy resbalosas. El Soñador, al intentar arrojarse al agua, resbaló, cayó de espaldas y se golpeó la nuca en el filo de la piscina. No sólo había olvidado las sesenta horas posteriores al golpe, sino también las cuatro horas anteriores, como si se tratara de un rollo de película al que se le veló todo un tramo. Según sus compañeros, en ningún momento perdió el conocimiento. Poco después, notaron que se veía como una persona que se sentía perdida, que no sabía ni cómo se llamaba. Luego de un par de días, ya estaba haciendo su vida normal. Meses después y en tono de broma, sus compañeros le seguirían preguntando: ¿Cómo te llamas? ¿En qué sección estás? Y muchas otras chanzas. Tres décadas después, se enteraría que en ese accidente había sufrido una fractura de cráneo, lo que motivaría cuatro intervenciones quirúrgicas, amén de muchos sufrimientos más.
Al culminar su quinto año de secundaria, luego de tres años de internado, se convirtió en un orgulloso ex-alumno del Colegio Militar y jamás olvidaría sus vivencias en dicha Institución.
4. EL DESLEAL
Enrique, El Soñador, desde el Campo de Marte, recordó con mucho cariño a su amigo “El Piurano”, y lo que él le contó respecto a su primo Edgar…
En el pueblo de Talara —departamento de Piura— las familias Luna y Burga vivían en casas muy próximas, una al lado de la otra. Tal era el grado de amistad entre ambas familias, que los hijos trataban de tíos a los padres de sus vecinos y primos a los hijos de los mismos. Benjamín —“El Piurano”— era el mayor de los chicos Luna, quien era un año mayor que Edgar, el mayor de los Burga. Los dos se estimaban mucho y pasaban jugando juntos casi todos sus ratos libres.
Cuando Benjamín cumplió catorce años, sus padres lo enviaron a Lima, para que estudiara en el Colegio Militar. Como ellos no tenían familiares en la capital y su condición económica era muy modesta, no pudiendo pagar un alojamiento; los días de salida, Benjamín tenía que retornar al colegio a pernoctar.
Concluido el primer año de cadetes en el colegio militar, los miembros de la promoción de “El Piurano” dejaron de ser los denominados “perros” y se convirtieron en “chivos”, con todo el poder y autoridad que ello significaba. No bien tuvieron la primera oportunidad, se dirigieron en grupos al área donde se encontraban los “cachimbos” —recién iniciados—, dispuestos a desquitarse con ellos de todos los maltratos recibidos el año anterior. Un grupo formado por “El piurano, “El Soñador” y “El Tuerto” cogieron a seis “perros” y los hicieron echarse al suelo boca abajo; para luego, caminar pisando sobre ellos como si fueran las gradas de una escalera. Como los “perros” estaban con el pelo rapado y las cristinas puestas, todos parecían iguales: puro orejas. Mientras “El Piurano” estaba parado sobre uno de ellos escuchó lo que era casi un lamento:
—¡Priiiiiiiimo!
Recién se percató y pegó un salto al costado del “perro”. Era su primo Edgar.
—¡Párate! —dijo Benjamín— Primito… disculpa, no me percaté que eras tú. Ven vamos a “La Perlita”, te invito una gaseosa.
A partir de ese momento, Edgar se convirtió en el protegido de “El Piurano”. El primer fin de semana, cuando llegó la hora de salida, fueron juntos a la casa de Edgar, pues había mejorado mucho la situación económica de los Burga y, hacía tres meses, toda la familia se había mudado a Lima.
—Benjamín, a partir de ahora, todos los días de franco pernoctarás en nuestra casa —le dijo el padre de Edgar.
Y así fue. Además, los padres de Edgar le daban de propina la misma cantidad que a su hijo, le compraban ropa igual a la que adquirían para su hijo y le daban de comer comida a la piurana, mejorando notablemente su calidad de vida durante los años que restaron de internado. Cuando Benjamín terminó su último año de cadete, justamente, su familia también se trasladó a Lima y se fue a vivir con ellos; sin embargo, él siguió frecuentando asiduamente la casa de los Burga.
Edgar terminó el año siguiente y su familia lo envió para estudiar a Estados Unidos, donde, al cabo de varios años, logró una buena situación económica. Sin embargo, se estaba quedando solterón, y extrañaba mucho a una chica limeña, Chelita, quien era su amor platónico.
Benjamín se casó muy pronto y tuvo dos hijos; mas no pudo lograr estudiar, pues tenía que trabajar duro para mantener a su familia y vivía en una casita muy humilde en un barrio marginal.
Edgar lo llamaba por teléfono muy seguido y siempre le preguntaba por “Chelita”.
—¿Sigue siendo muy bonita? —preguntó Edgar.
—Claro primito, todavía es muy fachosa.
—¿Y ya se casó?
—No. Sigue solterita.
—Quiero que averigües si tengo alguna posibilidad con ella.
—Creo que eso te corresponde hacerlo a ti mismo. ¿Porqué no la llamas tú directamente?
—Es que quiero saber sobre qué terreno estoy pisando. Dile que acá tengo mi propia empresa y que acabo de adquirir una casa muy bonita y espaciosa. También quiero que me hagas otro favor, necesito que realices en Lima unos trámites para mí. Todos los detalles te llegarán en una carta que ya envié. No te olvides que los documentos tienen que llegarme traducidos al inglés por una empresa certificada.
—No te preocupes primito, yo me ocuparé —respondió rápidamente Benjamín.
—Anda preparándote para venir acá a trabajar conmigo. Saca tu pasaporte y obtén una visa de turismo, luego arreglaremos lo de tu permanencia definitiva.
—Gracias primito —agradeció deleitado Benjamín, quien ansiaba con toda su alma ir a Norteamérica a buscar una vida mejor para su familia.
Ni corto ni perezoso, Benjamín abordó a Chelita, quien, luego de ser interrogada, respondió que sí podía ser factible un entendimiento con Edgar.
—Pero primero tengo mucho que conversar con él. Que me llame por teléfono.
Luego de que se concretaran entre ellos muchos diálogos telefónicos e intercambios de fotos, Edgar les indicó tanto a Chelita como a Benjamín, una próxima fecha en la que viajaría a Lima para hacer planes futuros.
—Primito, estaremos esperándote en el aeropuerto —indicó Benjamín—. Además tus trámites podrán estar para esa fecha, sólo que tienen un costo de aproximadamente quinientos dólares — informó Benjamín.
—No te preocupes. Págalos, que yo te reembolsaré cuando llegue —instruyó Edgar.
Benjamín tuvo que pedir un préstamo para poder financiar el gasto. Además tenía que pagar como doscientos dólares entre trámite de pasaporte y visa para Estados Unidos. También envió a su hijo mayor a vivir provisionalmente donde una hermana, pintó y remodeló su cuarto preparándolo para hospedar allí a Edgar. Este último fue el mayor de sus gastos; sin embargo, haciendo un tremendo esfuerzo económico, encargó a su esposa que preparara una deliciosa cena para el día de la llegada de su primo querido —también, su medio para poder lograr una vida mejor en Norteamérica—. Finalmente, aunque él solo tomaba cerveza, adquirió una buena botella de whisky.
Mucha era la expectativa, tanto de Chelita como de Benjamín, quienes esperaban hacía un par de horas en el aeropuerto. Hasta que por fin llegó Edgar. Muchos fueron los abrazos y besos entre los familiares y amigos.
Chelita estampó tal beso a Edgar que Benjamín pensó:
—Esto va por buen camino.
Cuando terminaron los largos saludos, Benjamín pensó oportuno intervenir:
—Bueno, de acá todos nos vamos a mi casa.
Todos se embarcaron en una camioneta que había contratado Benjamín y se dirigieron a su casa. El vehículo se desplazó por varias calles de un barrio marginal hasta llegar a la humilde vivienda. La cara de Edgar, quien ya estaba acostumbrado a un estándar de vida elevado, fue cambiando de expresión, mostrando un evidente disgusto.
—Edgar, éste será tu cuarto, aquí puedes dejar tu maleta —dijo Benjamín, mostrándole el dormitorio que esmeradamente había preparado.
—No, primo… Chelita y yo tenemos mucho que conversar y la he invitado a cenar al César Hotel, donde me alojaré y ya tengo una reservación.
—Pero si mi mujer ha preparado una cena.
—Muchas gracias. Déjalo para otro día. A partir de mañana, me llamas al hotel. Chao —dijo sorprendiendo a Benjamín.
Benjamín y su familia quedaron muy apenados de tanto gasto y esfuerzo inútil; sin embargo, comentó:
—Debemos respetar la intimidad de los novios. Tienen todo el derecho de gozar de una noche solos.
Al día siguiente, Benjamín llamó al hotel.
—El señor Burga ha viajado con su pareja al Cusco y no retornarán hasta el próximo domingo. Acá está su reserva para esa fecha.
Mortificado por la falta de educación de Edgar, quien, por el mínimo respeto, debería haberle comunicado el cambio de planes. Esperó un poco angustiado el domingo y llamó nuevamente al hotel.
—No está señor. El señor Burga canceló su reservación en este hotel y realizó su trasbordo a Norteamérica directamente en el aeropuerto.
Totalmente descompuesto, Benjamín llamó a casa de Chelita, para averiguar qué había pasado.
—Pero si le ha destrozado el corazón, ahora es un mar de lágrimas —contestó la mamá de Chelita—. Se divirtió con ella durante tres días en el Cusco, hasta que conoció a una turista norteamericana. La embarcó a mi Chelita para Lima y se largó con la gringa.
—¡Edgar es un maldito desleal! —pensó Benjamín.
Benjamín esperó infructuosamente la llamada de su primo, disculpándose y dándole alguna explicación. Dolido y herido en su amor propio, él tampoco lo llamó. Y así pasaron dos años, durante los cuales, Benjamín tuvo que ir amortizando su préstamo, hasta que en el día menos pensado recibió una llamada telefónica desde Norteamérica.
—Hola, habla tu primo Edgar.
—Yo no tengo ningún primo Edgar —contestó indignado Benjamín a la vez que colgó el fono.
Los intentos de comunicación se repitieron varias veces, con el mismo resultado infructuoso. Algo similar venía sucediendo entre Edgar y Chelita. En cambio, Benjamín y Chelita continuaban con su amistad y se visitaban frecuentemente.
Luego, durante un par de meses, dejaron de recibir llamadas de Edgar. Pero, un día, sorpresivamente, se apareció en la casa de Benjamín. Éste lo recibió en la puerta.
—¿Qué quieres? Acá no eres bien recibido.
—Lo sé, y lo merezco; pero escúchame, quiero disculparme. Tengo cáncer terminal y me quedan sólo tres meses de vida. Si no me perdonas, no podré morir en paz.
Ante tremenda noticia, Benjamín bajó su defensa.
—Siento que tus disculpas son sinceras, y en el nombre de tus difuntos padres, quienes fueron tan generosos conmigo, yo te disculpo; pero no sé si mi mujer también lo hará.
—Prométeme que tratarás de explicárselo.
—Lo intentaré.
—Hay otro favor muy grande que quiero pedirte.
—De que se trata.
—Quisiera pasar los últimos días de mi vida acá, en tu casa.
—Pero si para ti, ésta es una horrible pocilga —comentó Benjamín.
—Te equivocas, para mí ésta es una humilde vivienda. Pero aquí, reina la paz, el amor y la bondad. Además, tengo mucho dinero; pero no tengo otra familia adonde ir.
—Los Burga y los Luna son una sola familia. Estoy seguro que convenceré a mi mujer.
Edgar no llegó a vivir ni siquiera dos meses más. Pero, unos días antes de su fallecimiento, salió unas horas a la calle y retornó con unos papeles en la mano. Reunió a toda la familia y les dijo:
—Yo estoy muy agradecido con ustedes, me han hecho pasar los días más felices de mi vida. Estos papeles son mi testamento. He logrado acumular una buena suma de dinero, y es mi deseo que la mitad sea para ustedes y la otra mitad para Chelita, a quien tanto daño causé y también me perdonó.
5. FIN DE LA ENEMISTAD
Desde el Campo de Marte, emocionado con sus propios recuerdos, El Soñador se puso a pensar qué bella había sido su juventud y qué horrorosa y fría la muerte que, muy próxima, lo amenazaba.
¡La muerte! ¡Ah! No valía la pena pensar en ella. Mejor era recordar y soñar...
Durante los tres años de internado en el CMLP, había crecido diecisiete centímetros y ya se creía todo un jovenzuelo.
Él y sus amigos del barrio, generalmente, iban al cine los días lunes. Existía una promoción para esos días: “Lunes femenino”. Rebajaban los precios y la entrada a la cazuela costaba sólo cuarenta centavos.
A veces no tenían dinero, pero lo solucionaban fácilmente: se juntaban varios muchachos y cuando apagaban la luz —apenas comenzaba la película—, ingresaban en tropel a la carrera y se sentaban esparcidos por diferentes sectores de la sala, a sabiendas que ya no volverían a prender la luz ni mucho menos a buscarlos.
En cierta oportunidad, El Soñador y su amigo El Tuerto ingresaron al cine con todas las de la ley: pagando sus entradas. Estaban sentados al fondo de la sala para poder fumar. De pronto, aconteció algo inesperado. Prendieron la luz y los boleteros iniciaron una búsqueda. Por coincidencia, Mano Santa, su eterno rival, y por quien éste sentía un odio imborrable, estaba sentado cerca de él. Un inspector del cine empezó a solicitar boletos a quienes consideraba sospechosos de “zampones”. Se encaminó hacia Mano Santa. El Soñador pudo adivinar en la cara nerviosa de éste que había entrado sin pagar. Podía odiarlo, era el líder de los enemigos de su barrio; pero él no era soplón. Ya el guardián estaba a escasos metros y El Soñador comprendió que Mano Santa estaba perdido. Por un impulso, que nunca alcanzó a comprender, colocó su boleto en las manos de su “encarnizado rival”.
Superado el peligro, Mano Santa le regresó el boleto y le dijo: “Gracias. ¿No quieres un cigarrillo?”
Luego de esas experiencias, no sólo Mano Santa se convertiría en su amigo, sino que sus familias quedarían ligadas fraternalmente. A El Soñador le gustaba mucho hacerle bromas a la madre de Mano Santa, la señora Clarita. Cuando la veía pasar por la calle, corría detrás de ella, sin que lo viera.
—¡Señora, esto es un atraco! —le decía.
Ella se hacía la sorprendida. Luego reía mucho con él celebrando la ocurrencia.
En una ocasión, un delincuente pretendió robarle su cartera. Ella no se percató del asalto y, como estaba apurada, le dijo sin detenerse: “No me fastidies. ¿No ves que estoy apurada?”. El ratero se desconcertó ante la indiferencia de su víctima quien, finalmente, fue apoyada por unas vecinas, las que le tiraron macetas e hicieron correr al sorprendido ladrón.
Días después, la señora Clarita, cogiéndose con ambas manos la cabeza, le comentaría el hecho a El Soñador: “Yo creí que eras tú, hijo. Esta vez, tus bromas me salvaron...”
6. DESTINO IMPREVISTO
El Soñador caminaba por el Campo de Marte, recordando con nostalgia, añorando su juventud, pues, la asociaba inconscientemente con la felicidad. De pronto, se encontró al pie de un árbol —el más alto—, el mismo donde se enredó su cometa con la de Mano Santa, en aquel inolvidable campeonato.
—Aquella vez, cuando perdí la competencia, me sentí infeliz —pensó—. Yo era muy joven e inexperto y no sabía lo que significaba ser verdaderamente infeliz. Ahora, sí que soy desdichado.
Luego, su mente soñadora lo trasladaría a otros recuerdos juveniles...
Se acercaban las Fiestas Julias y, en un cafetín, Mano Santa, El Tuerto, Giorgio, el gordo Lalo, El Soñador y otros tres amigos planeaban un paseo al campo.
Al amanecer del veintisiete de julio, partieron en la tolva de un camión, agazapados encima de unos costales. Tres horas después, se apearon en el valle de Matucana.
—Vayamos a las faldas de ese cerro —dijo Giorgio.
Era ya medio día y el sol resplandecía en el cenit. Jadeantes, caminaron por un sendero largo y tortuoso hasta llegar a un lugar hermoso donde acamparon.
—Tengo sed y mucha hambre —dijo el gordo Lalo—. Preparemos el almuerzo.
Cuando hubo que poner manos a la obra, no todos participaron; unos se dedicaron a libar cerveza; otros contaban chistes. Sólo tres decidieron actuar de cocineros: El Tuerto, Mano Santa y El Soñador.
—¡Esto sabe a diablos! —dijo Giorgio con displicencia.
—¡Huevón! No colaboraste y tienes la concha de criticar —le replicó Mano Santa.
Pronto oscureció. A lo lejos asomaban las luces de un poblado y se escuchaba la música de una banda. Supusieron que los lugareños estaban festejando las Fiestas Patrias.
—Vayamos allá —propuso Giorgio—. Deben tener buena comida; no esta porquería. Seguro que también hay chicha, baile y cholas.
—Caminar de noche por las faldas de los cerros no es para niños capitalinos —alegó Mano Santa.
Cuando éste ya casi los había convencido de rechazar la propuesta de Giorgio, escucharon el estallido lejano de fuegos artificiales.
—El ruido de los cohetes no nos permitirá dormir —observó Giorgio—. Además, las hembras nos deben de estar esperando con los brazos abiertos. Los cojudos que se queden.
Eran jóvenes y estaban ávidos de aventuras. Segundos después, bolsas al hombro, enrumbaban hacia aquellos ruidos y luces cautivadoras. Luego de dos horas de caminata, sintieron la sensación de que nunca llegarían al lugar de la supuesta fiesta. El poblado se veía tan sólo a unos pasos, pero después una mano mágica lo iba alejando más y más conforme ellos se acercaban.
—Los que están borrachos, en cualquier momento pueden desbarrancarse —previno El Soñador.
Después de una acalorada discusión, un grupo integrado por El Soñador, Mano Santa y El Tuerto decidió acampar inmediatamente. Giorgio y los demás continuaron hacia el pueblo.
Al día siguiente, los que se quedaron despertaron con dolor al cuerpo. Al otro grupo no se le veía por ningún lado; tampoco se divisaba el lugar de la fiesta ni el pueblo de Matucana.
—En la Sierra es imposible que nos extraviemos —dijo Mano Santa—. Sólo hay que seguir la quebrada y, tarde o temprano, llegaremos a la carretera.
Iniciaron nuevamente la marcha y al cabo de algunas horas, abrasados por el sol y exhaustos de tanto caminar y cargar fardos, bebieron las últimas gaseosas.
Donde posaran sus ojos, no había ni un hálito de viento, ni árbol a cuya sombra pudieran descansar: estaban expuestos a la sofocante luz solar.
A las cinco de la tarde, cuando se creían ya perdidos, saltaron de alegría al ver la carretera. Un letrero indicaba que estaban en Cocachacra. El regocijo fue mayor cuando aparecieron manzanares llenos de frutos. Muertos de hambre, comieron hasta el hartazgo.
Más adelante, encontraron un cartel en el que se leía: “Peligro de muerte, manzanas con Folidol”.
—No se asusten muchachos —dijo El Soñador—. Esto sólo lo ponen para asustar a los zonzos.
Durante un buen rato, caminaron abstraídos sin que nadie dijera una sola palabra. Hasta que, por fin, se percataron que estaban ya muy cerca del pueblo.
—Allá, al lado de esa piedra grande acamparemos —dijo Mano Santa—. Nos guardará del calor del sol y en la noche nos abrigará.
Agotados, prepararon una precaria covacha y se dispusieron a descansar. Un par de horas después, se retorcían con un terrible ardor en el estómago.
—¡Vamos al río! ¡Hay que tomar mucha agua! —gritó El Tuerto.
Bebieron hasta provocarse vómito. Como sentían escalofríos, se acurrucaron alrededor de la piedra y se cobijaron hasta las orejas.
—¡Todo por culpa de esos malditos! —dijo El Soñador.
El cansancio hizo que quedaran profundamente dormidos...
Dieciséis horas después, despertaron. Los tres estaban vivos; se abrazaron y se juraron amistad eterna. Para festejarlo, fueron a la primera ranchería que encontraron en el pueblo, donde comieron y bebieron a lo grande. Gastaron casi todo el dinero que llevaban, pero eso no les importó. Colocaron sus últimas monedas en una rokola y sacaron a bailar a unas chicas con quienes hicieron amistad. Luego, fueron con ellas a pasear por un malecón que bordeaba el río y, desde allí, les mostraron su guarida.
—Ya es tarde, tenemos que regresar a nuestras casas —advirtió Carla, una de las chicas—. Mañana iremos a visitarlos.
Al día siguiente, se aparecieron por la covacha llevando pan con mantequilla y una botella con té tibio.
Ellos, mientras devoraban los panes, se pusieron a contar chistes colorados para animar el ambiente.
—Demos un paseo por el otro lado del río —propuso Mano Santa.
El arroyo, muy limpio, corría alegre y risueño.
—Las cargaremos sobre nuestras espaldas para que no se mojen —agregó El Soñador con picardía.
A ellas les pareció divertido. Y en un impulso loco, propio de las almas jóvenes, con las chicas en los hombros apostaron una carrera que terminaría al otro lado del río. A mitad del cauce, El Soñador con su pareja resbaló y cayó; luego, El Tuerto que venía detrás de Mano santa, haciendo como que tropezaba, lo atropelló y terminaron todos en el agua. Rieron a más no poder.
El Soñador se puso a observar a Carla. La ropa mojada se le había adherido al cuerpo y le delineaba su provocativa anatomía. Ella, ruborizada, se sumergió hasta el cuello. Prosiguió una conversación trivial respecto a la temperatura, mientras las manos de él, bajo el agua, hablaban de otras cosas.
Al rato, El Soñador se acordó de los otros pero todos habían desaparecido.
—Carla, no podremos quedarnos eternamente a vivir en el agua. Salgamos un rato para solearnos —dijo.
Pasaría buen tiempo antes que aparecieran los otros. Ya reunidos, se pusieron a cantar mientras se secaban sus ropas.
Los cuatro días siguientes los pasaron igual: pan con mantequilla, té tibio y chicas. Hasta que por fin llegó el domingo, día en que ellas recibían sus propinas, las cuales les prestaron para sus pasajes de retorno a Lima.
Ellos prometieron ir todos los fines de semana; sin embargo, El Tuerto fue el único que cumplió y regresó a Cocachacra, donde siguió viéndose con su pareja. Unos meses después, la chica salió embarazada y le inició un juicio de paternidad y alimentación. Esta situación enfermó de los nervios a El Tuerto y, para alejarlo del problema, sus padres lo enviaron a Estados Unidos. Al cabo de un tiempo, adquirió la nacionalidad norteamericana; se enroló en el ejército y fue destacado a Vietnam.
Un simple paseo al campo había terminado para él en una guerra infernal. No lo volvieron a ver...
7. “EL INGLÉS”
Luego de terminar secundaria, El Soñador emprendería estudios superiores en la Universidad Nacional de Ingeniería, mientras que Mano Santa lo haría en la Universidad de La Plata, Argentina. Nueve años después, Mano Santa regresaría a Lima cuando, hacía ya algún tiempo, El Soñador se había casado e ido a vivir a la ciudad de Arequipa para trabajar en una empresa textil.
El destino los llevó así por diferentes rumbos y pasarían muchos años antes de que los volviera a reunir. Sin embargo, Ricardo, El Arequipeño, un amigo común, que era compañero de estudios de Mano Santa en La Plata, cuando viajaba de vacaciones a Arequipa, generalmente se encontraba con El Soñador y lo ponía al tanto respecto al progreso de su condiscípulo.
—Ambos tuvimos dificultades económicas para poder sufragar nuestros estudios universitarios —pensó El Soñador, recordando todo aquello que le contara Ricardo, y que siempre lo recordaba—; pero, Mano Santa, sufrió carencias pronta y extremadamente...
Sólo habían transcurrido tres meses de haber iniciado sus estudios, cuando su padre falleció. Ya no recibiría sus giros mensuales y tendría que suspender los estudios; poseedor de una gran vocación por la Medicina, se propuso seguir estudiando; gracias a que sabía tocar el violín y a que tenía un amigo pianista, quien lo recomendó, comenzó a trabajar para una orquesta que actuaba en un café “danzant” de los arrabales de la ciudad. Tuvo que dejar la pensión y alquilar una habitación más barata: Un cuartucho construido sobre la azotea de un edificio de cinco pisos sin ascensor. Las ventanas no tenían ni persianas ni cortinas y, de noche, la luz intermitente de un enorme aviso luminoso ingresaba pululando; pero era lo único que podía pagar.
La remuneración en la orquesta no era mucha y el horario agotador: De diez de la noche a cinco de la madrugada. Sin embargo, le daban una cena gratis, que era su única comida del día, ya que el sueldo tan solo le alcanzaba para pagar su habitación, los pasajes y otros gastos menores. La cena consistía siempre en un único plato: Un preparado de carne a la leña, servido sobre una tablita que reemplazaba al plato, y que fue lo que originó el nombre del establecimiento: “Las Tablitas”. Después de estar una semana comiendo lo mismo, se sintió harto. Para completar su alimentación y menguar el hastío, empezó a visitar periódicamente a sus amistades. Averiguó las horas habituales en que éstos tomaban “lonche” y, aparentemente en forma imprevista, llegaba siempre, con puntualidad inglesa, en el momento preciso para que lo invitaran a tomar el té y algunas “masitas” —pasteles—. Con el correr del tiempo, este comportamiento llegó a ser tan notorio que sus amigos, cuando escuchaban el timbre a la hora del té, decían: “Ya llegó el inglés”.
Cuando llegó a La Plata, Mano Santa era un muchacho de constitución robusta; en pocos meses se había consumido a tal punto que, con más de un metro setenta, sólo pesaba sesenta kilos. Ahora su nariz y sus ojos se veían más grandes, estos últimos hundidos dentro de lívidas órbitas. Su cara se había afilado y sus pómulos agudizado. Como generalmente usaba la barba crecida, su aspecto era funesto.
Entre sus compañeros, muchos lo envidiaban por sus magníficas notas y se burlaban de su apariencia, o de su falta de dinero para participar en las actividades sociales. Pero lo que más le dolía era que Elena, la chica con la que se enamoraba, terminó con él y empezó a despreciarlo.
En la misma facultad estudiaba Ricardo, a quien llamaban: El Arequipeño. Éste se convirtió en su mejor amigo y fue de gran ayuda para él. Un día, Mano Santa le dijo:
—¿Crees que no sé que me dicen “El Inglés”? ¿Pero qué quieres que haga? ¿Qué me muera de hambre? Sin embargo, ya verás, yo terminaré los estudios antes que todos; pero necesito de tu ayuda.
—Cuenta conmigo.
—Para no volverme loco, todos los días regresando de “Las Tablitas” tendré que dormir un par de horas.
—Pero así perderás los dictados de las mejores clases.
—No, porque me he comprado al crédito una Geloso.
—¿Una qué?
—Una grabadora portátil marca Geloso. Lo único que tendrás que hacer es prender la máquina al comenzar las clases. Yo llegaré a tiempo, antes de que pasen la lista de asistencia.
—Tú, no te volverás loco... Ya estás loco.
—Utilizo cerca de dos horas diarias movilizándome entre la pensión, “Las Tablitas” y la Universidad; aprovecharé estos viajes para escuchar con audífono.
Así lo hizo durante todos los meses que le faltaban para terminar el primer ciclo, y sus notas fueron excelentes. Cada vez que terminaba una materia, sin pérdida de tiempo, rendía examen en la primera fecha programada —el primer mes—. Los alumnos desaprobados debían esperar tres meses antes de tener otra oportunidad; por eso, la mayoría prefería esperar el segundo o tercer mes de programación, para estudiar lo suficiente antes de presentarse a rendir examen.
Para entonces, ya todos sus compañeros lo reconocían como un genio. Inclusive, muchos de ellos le daban una propina para que les enseñara. No obstante, con el tiempo, su poca ropa ya se veía deteriorada y el dinero ya no le alcanzaba. Cuando terminó el segundo ciclo, a pesar de que el único libro que poseía era uno de Hematología, obtuvo notas brillantes. El Doctor Tapia, profesor de Física Biológica, se enteró de las condiciones en que Mano Santa había obtenido la mejor nota en su curso, y lo mandó llamar.
—Che pibe, vos sos un fenómeno —le dijo—. ¿No querés ser jefe de prácticas de mi curso?
—Pero “profe”, sería jefe de prácticas de muchos de mis compañeros que comenzaron conmigo, todos los que se han quedado rezagados.
—Esas son pavadas, vos tenés que tomar una decisión y luego me avisás.
Mano Santa aceptó, pero no dejó de tocar en “Las Tablitas”, su objetivo era ahorrar dinero para hacer un viaje corto a Lima durante sus próximas vacaciones. A pesar de ello, su rendimiento no decayó y su fama se extendió aún más.
Llegaron sus vacaciones universitarias y logró quince días de permiso en su trabajo. Con lo que había ahorrado podría adquirir un pasaje económico, pagar su comida durante el viaje y hasta comprarle un regalo a su madre. Los últimos días previos a su viaje fueron muy atareados y pensó: “A mamá le compraré chocolates en el terminal del ferrocarril”.
Pronto a viajar, ya en el terminal, y antes de adquirir su pasaje, se dirigió a una tienda de golosinas y pidió una hermosa caja de chocolates. Cuando metió la mano al bolsillo para pagar la cuenta, se dio con la ingrata sorpresa de que su billetera había desaparecido.
—Mamá ya habrá recibido mi carta y me estará esperando con ansias. Tengo que viajar a como de lugar; pero, sin plata y sin documentos...
Durante una hora caminó por toda la estación, desesperado, buscando su billetera. Su rostro estaba pálido y por sus mejillas caían unas lágrimas. Pronto se hizo de noche y él se quedó mirando las interminables vías que se perdían, a lo lejos, en la oscuridad.
—Estoy tan distante de mi hogar —pensó.
Cuando en ese momento se iluminaron los rieles con las luces de un tren que llegaba.
—Cuando era chiquillo —pensó—, en mi tierra, yo era experto gorreando tranvías. Esto será igual.
El tren se detuvo a su lado rugiendo, al tiempo que las puertas se abrían dejando escapar un siseo.
Todavía le quedaban unas monedas en la sencillera, y a pesar de que éstas eran las últimas, fue a la tienda y compró una simple caja de caramelos; pero pidió que se la envuelvan rápidamente en un lindo papel de regalo. Metió el paquete en su maletín, subió corriendo al tren y se escondió en el baño...
Paco y Lalo eran dos hermanos peruanos que apellidaban Pérez. Venían desde Buenos Aires y viajarían en el tren hasta la ciudad de La Paz —Bolivia—, luego continuarían por tierra hasta Lima. Después de una breve conversación entrecortada, mientras el vehículo estuvo parado en la estación; cuando inició la marcha, continuaron adormilados, balanceando las cabezas al ritmo del tren; cuando un inesperado sujeto se les acercó y los despabiló con una pregunta.
—¿Son ustedes peruanos?
—Sí, ¿Cómo lo sabe?
—Por la forma de hablar. Somos paisanos y quiero pedirles un favor.
—Diga usted.
—Me acaban de robar la billetera en el terminal de La Plata. No sé si me creerán...
Acababa de contarles su situación cuando apareció un boletero por la puerta delantera.
—Sólo les pido que cuiden mi maletín mientras me escabullo —les dijo, dirigiéndose a la puerta trasera.
—Desapareció como un polizonte profesional —dijo Lalo.
—Sí, este tipo me parece que es un sinvergüenza que quiere aprovecharse de nuestro refrigerio —opinó Paco.
—O algo peor; un delincuente peligroso.
—Sin embargo, parece que en realidad es peruano. Ayudémosle, pero tengamos cuidado.
—Por seguridad, mira que hay dentro de su maletín —sugirió Lalo.
—Nada importante. Un poco de ropa vieja y un pequeño paquete que parece ser un regalo.
—Cuidado que allí viene.
—Gracias amigos, se las debo —dijo Mano Santa.
—¿Cómo te las arreglaste? —preguntó Lalo.
—Muy fácil, felizmente estos trenes son viejos y, por lo tanto, también son lentos. Estuve un rato sobre sus cabezas.
—¡Qué loco! Lamentamos no poder prestarte dinero para el pasaje; viajamos con un presupuesto muy ajustado —dijo Paco, como disculpándose.
—No se preocupen. Aún con dinero no podría viajar, tampoco tengo documentos. Mas bien, ¿podrían arrimarse un poco y hacerme un espacio en su asiento?
Los Pérez estudiaban en una universidad de la capital. Paco, el hermano mayor, cursaba ingeniería; Lalo, medicina. Este último, ya había hecho un par de ciclos y tenía muchos temas en común con Mano Santa. Después de un par de horas de conversación, los Pérez ya no pensaban que Mano Santa fuera un ladrón. Éste, hasta había aclarado a Lalo un tema de Fisiología.
—Lalo, que no te vuelvan a desaprobar en Hematología. Es un curso fácil, te recomiendo busques en la biblioteca el libro de Valera. A mí me fue de gran utilidad.
Cada cierto tiempo aparecía un boletero y se repetía la desaparición del polizonte. Todo iba muy bien, hasta que en un determinado momento, aparecieron dos boleteros simultáneamente, uno por cada lado. Era el fin; sin embargo, sucedió algo fortuito, se obscureció todo el tren durante diez segundos, fue el tiempo que demoró en pasar por un túnel; el suficiente para que Mano Santa se esfumara como un rayo.
Quince minutos después, retornó. Lalo, a la vez que se arrimaba en el asiento, le dijo:
—Tienes una suerte increíble.
—Además, eres más escurridizo que un fantasma —agregó Paco.
—Después de este incidente, creo que llegaré a Lima. Ya nada me detendrá. Mi problema será durante las noches —el viaje en tren dura tres días completos—, tendré que estar atento, sin dormir.
—No te preocupes, nosotros nos turnaremos —dijo Lalo.
—Sí, seremos tus vigías —añadió Paco.
A pesar de que los hermanos insistieron, Mano Santa no aceptó ni un bocado de la comida de ellos. Mas bien, Lucía, una cholita con la que hizo amistad le regaló un trozo de queso, el que compartió con los Pérez. Ella era una pequeña contrabandista de ropa que se había percatado de la informalidad de Mano Santa y, como se dedicaba al negocio informal, lo consideró de su “gremio”. Por la noche, mientras el tren cruzaba Los Andes, la temperatura bajó violentamente. Lucía le prestó una de las chompas que formaba parte de su mercadería, sin la cual, Mano Santa, no hubiera podido soportar el frío.
Entre las ciudades de La Quiaca y Villazón queda la frontera argentino-boliviana; los viajeros tienen que transbordar, pues las trochas son de diferente ancho; además, existen controles aduaneros. Sin documentos, Mano Santa no sabía qué hacer. Nuevamente Lucía lo ayudó, le prestó un poncho y un “chullo” para que aparentara ser un lugareño.
—Fíjate y te darás cuenta de que a los paisanos nos dejan transitar libremente —dijo Lucía—. Abrázame y crucemos juntos.
Ya en la estación boliviana, Mano Santa devolvió a Lucía sus prendas y se despidieron para siempre con un beso.
Abordó el tren boliviano, donde volvió a encontrar a sus amigos ocasionales, los hermanos Pérez. Continuaron sus peripecias y así, después de cruzar dos países y de mil malabares, llegaron a La Paz, capital de Bolivia. Era de noche y el cielo encapotado reflejaba el resplandor de la ciudad. Muy cansados por el viaje, los Pérez se despidieron para dirigirse a un hotel económico donde pasar la noche.
—Yo los acompaño —dijo Mano Santa—, las visitas en los hoteles de esta ciudad son hasta las once de la noche. Dormiré un rato, aunque sea en un sillón, luego me retiraré.
—Correcto, vamos —dijo uno de los hermanos.
Cuando Mano Santa despertó, ya eran las dos de la madrugada. Sigilosamente, cogió su maletín y trató de salir; pero la puerta estaba cerrada con llave.
—Joven, usted ya se pasó de la hora. Tendrá que pagar un día de hotel —le dijo el guardián.
—Pero si yo no tengo dinero.
—Entonces tendré que llamar a la policía.
—Por favor, primero llame al administrador, y que él decida.
A tanta insistencia, el celador llamó por teléfono a su jefe, quien le contestó de mal humor por haberlo despertado.
—¡Carajo, por qué mierda me despiertas a esta hora!
El empleado le explicó rápidamente la situación.
—¡Llama a la policía, y que se joda!
En ese momento, Mano Santa le quitó el fono al guardián y se puso a hablar con el administrador.
—Mire señor, usted me va perjudicar y no va a ganar nada. Si me paran de cabeza no cae ni un centavo. ¡Ayúdeme por favor! ¡No me meta preso!
—Está bien, pero déjeme dormir.
—Gracias señor, muchas gracias. Y por favor, dígale al guardián que me deje salir —dijo Mano Santa a la vez que entregaba el auricular al empleado.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, los hermanos Pérez reiniciaron su viaje con destino al Perú. Esta vez lo hacían en ómnibus. Se sentían muy preocupados por el destino de Mano Santa.
—¿Cuál habrá sido finalmente su suerte? —comentó Lalo.
—Si por lo menos le hubiéramos pedido su teléfono de Lima. Ahora no tenemos cómo averiguar qué fue de él —dijo Paco.
—Nunca vi a alguien tan obsesionado por retornar a su casa —dijo Lalo.
Al rato, distraídos con el paisaje, dejaron de pensar en Mano Santa. El vehículo iba bordeando el lago navegable más alto del mundo, el “Titicaca” —a tres mil quinientos metros de altura—. Después de unas horas, llegaron al estrecho de Tiquina. Allí el lago se angosta, a tal punto, que al ómnibus lo subieron a una plataforma flotante y una lancha lo haló para cruzar el estrecho, ahorrándose el recorrido de varios kilómetros de carretera.
Luego, continuaron hasta llegar al pueblo de Copacabana, donde veneran a la virgen del mismo nombre. Es costumbre en el altiplano, bautizar sus vehículos ante la imagen de la milagrosa virgen, ubicada en una iglesia de estilo arabesco que hay en este pueblo. Pudieron ver varios camiones, autos y camionetas llenas de guirnaldas, serpentinas, y adornos florales. Alrededor de éstos, varios borrachines festejaban el seudo-sacramento.
Después de pasar el control aduanero boliviano, continuaron rumbo a Yunguyo, el primer poblado peruano. Cuando llegaron, en la aduana peruana, bajaron del ómnibus a todos los pasajeros para el sellado de los pasaportes y el control respectivo. A pesar de la media hora perdida en la tradicional y burocrática administración estatal peruana, ellos estaban felices de encontrarse nuevamente en su país. El ómnibus ya reiniciaba su marcha, cuando del edificio contiguo al de la aduana, donde funcionaba el puesto policial, salió un sargento con la mano en alto, indicando la detención del vehículo.
—¡Oiga! —gritó el uniformado.
—Sí, jefe —contestó el chofer.
—Quiero pedirle un favor.
—Diga mi sargento.
—Quiero pedirle que lleve a Lima a este huevón.
—¿A quién?
El policía volteó la cara y se sorprendió al no encontrar a nadie.
—¡Cojudo! ¡Ven que te están esperando! —gritó más fuerte.
Inmediatamente salió corriendo del establecimiento policial un tipo pestilente. Nada menos que Mano Santa.
Los Pérez, llenos de alegría, lo abrazaron efusivamente.
—¡Uff! Como apestas.
—Es que viajé sentado en la tolva de un camión que llevaba ganado y el piso estaba lleno de mierda. También he dormido unas horas en el calabozo de esa inmunda comisaría. Felizmente, ese sargento se apiadó de mí.
—¿Y qué comiste? —le preguntó Lalo.
—Como me moría de hambre, desaté el regalo que llevo para mi madre, saqué dos caramelos, me los comí y volví a envolver el paquete. Estuve tentado a repetir esta operación; pero me contuve. Sólo me comí dos... fue una cuestión de supervivencia.
—Bueno, de aquí en adelante todo será fácil. Tenemos varios panes con mermelada para comer durante el camino. Los compartiremos contigo —dijo Paco.
Cuando llegó a Lima, besó varias veces y abrazó largo rato a su madre.
—Mamá, disculpa que te traiga un regalo tan económico.
—Tontito, el mejor regalo que me has hecho es tu presencia. El mejor que he tenido en mucho tiempo —le dijo doña Clarita, y agregó—. Pero mira, ¿cómo te has adelgazado tanto? ¡Si pareces un cadáver!
La odisea había durado cinco días; sin embargo, considerando que necesitaba otros cinco para regresar, sólo podría quedarse cuatro días en Lima si quería retornar a tiempo y no perder su empleo. Los días se le pasaron volando, tuvo que tramitar duplicados de sus documentos perdidos y, gracias a una colecta de toda la familia y amigos, consiguió el dinero para retornar a La Plata.
Ya en La Plata, le contó a El Arequipeño todas las peripecias de su viaje.
—Yo fui en avión hasta Lima, y a pesar de ello, me estuve quejando durante el pequeño tramo que recorrí por tierra, de Lima a Arequipa —comentó El Arequipeño—; ahora que sé por lo que tú has pasado, me doy cuenta de lo engreído que soy, ya que sólo fueron quince horas, por buena carretera y con buen clima.
—Fue bastante duro, hubo momentos en que lo pasé muy mal; mas, finalmente, logré mi objetivo. No cabe duda, Dios me ayuda —afirmó Mano Santa.
—Hablando de Dios, el Doctor Tapia me encargó que te avisara que te espera el domingo, a las ocho de la mañana, quiere que lo acompañes a una reunión de su agrupación religiosa.
—No tengo ganas de ir; pero creo que le debo mucho, ya me he disculpado un par de veces y esta vez no me lo perdonaría.
—Yo no le debo tanto; además tengo que estudiar para un examen. Toma, en este papel está la dirección.
Mano Santa jamás se imaginó cómo esta reunión cambiaría su vida. Tales fueron las recomendaciones de su profesor y amigo, y tales las aptitudes personales que vieron en él que, tres meses después, convertido a esta religión, fue acogido y apoyado por su nueva comunidad. Le dieron alojamiento permanente en una de sus sedes, con una alimentación que comprendía tres comidas diarias: desayuno, almuerzo y comida —le parecía un sueño—. En contrapartida, todos los fines de semana tendría que visitar diferentes asentamientos humanos para hacer proselitismo. También dejaría sus actividades musicales en ese pagano y decadente local: “Las Tablitas”. Ahora tocaría el violín durante las festividades de la Institución. Además, podría continuar como jefe de prácticas en la universidad.
La situación económica de Mano Santa había mejorado sustancialmente y, un día, llegó a la universidad vestido elegantemente, con un terno azul a rayas. Le pasó el brazo por los hombros a El Arequipeño y empezó a caminar con él, conduciéndolo hacia el exterior del edificio universitario. Iban conversando cuando llegaron a la zona de estacionamiento.
—Mira, que linda camioneta —dijo Mano Santa, a la vez que sacaba un llavero del bolsillo—. Veamos si esta llave le hace a la cerradura de la puerta.
La puerta se abrió y Mano Santa sonreía extasiado mientras su amigo, sorprendido, meneaba la cabeza.
—La congregación me la ha proporcionado para que me movilice por diferentes barrios como predicador. Sube, que iremos al campo deportivo. Allí estará Elena, pues hoy juega al tenis el idiota de su nuevo amiguito; y quiero que ella me vea con mi terno nuevo y manejando la camioneta.
Cuando llegaron, efectivamente, allí estaba Elena, quien los observó mientras estacionaban el vehículo. Ellos se sentaron muy cerca de ella. Mano Santa pidió unas gaseosas y, asegurándose de que ella lo viera, sacó un fajo muy grande de billetes, cogió uno de ellos y pagó la cuenta.
—¿Qué te pasa? ¿Estás idiota? ¿Vas a presumir conmigo? —le increpó El Arequipeño, quien se percató de la ostentosa acción.
—No, hermano. Tú eres mi amigo. Esto lo hago para impresionar a Elena.
Su genialidad le permitió a Mano Santa ir rindiendo exámenes, ciclo por ciclo, en las fechas más próximas, con resultados siempre entre buenos y excelentes. Cuando llegó la posibilidad de rendir examen de graduación, tuvo que ser programado con los de la promoción anterior; pues, a sus compañeros que ingresaron a la universidad junto con él, a los más aprovechados, todavía les faltaba todo un año de estudios. Pero algo sin precedentes fue que lo hizo el mismo día en las dos especialidades —sólo una era necesaria—, y con sólo una hora de diferencia. Enterados de este caso insólito, siendo el examen un acto público —según las normas universitarias—, asistieron todos los alumnos peruanos, muchos de sus correligionarios y muchos otros amigos a observar la hazaña. Cuando terminó su primera evaluación correspondiente a Clínica Médica, con notas extraordinarias, fue muy aplaudido; pero cuando concluyó la segunda, en la especialidad de Clínica Quirúrgica, el presidente del jurado se paró y dijo:
—Lo felicito, “Doctor” —denominación con la que lo llamaban por primera vez en su vida—. Jamás, en toda la historia de la universidad, hemos tenido un alumno tan brillante.
Fue ovacionado durante un largo periodo, todos gritaban de alegría, a muchos se les salieron las lágrimas. A continuación fue abrazado por los presentes. Elena, que también estuvo allí, se le aproximaba entusiasmada para saludarlo, cuando se le anticipó una simpática joven de la fraternidad, quien lo abrazó y besó amorosamente.
—Elena, te presento a Susana —dijo Mano Santa, mientras sostenía bien agarrada la mano de su correligionaria.
Cuando terminaron las felicitaciones, su buen amigo, El Arequipeño, le dijo:
—Cumpliste tu promesa, terminaste primero que todos. Te felicito.
—Gracias, amigo.
Al día siguiente, cuando se volvieron a encontrar, Mano Santa le dijo:
—Yo, “El Inglés”, te invito a almorzar. La congregación me ha organizado una pequeña celebración y no puede faltar mi mejor amigo.
Cuando llegaron al establecimiento de la recepción, Mano Santa le pidió a El Arequipeño que se sentara a su lado. Luego, mientras disfrutaban la cena, comentó: “Y pensar que antes no tenía ni para comer”.
—Ahora ya sólo te falta conseguir un empleo como médico —comentó El Arequipeño.
—Ya tengo uno. Me han ofrecido trabajo en una Clínica de la congregación; pero no lo aceptaré.
—¿Estas loco?
—No... Haré una maestría en Houston. Para ello, he ahorrado un poco de dinero; además, he conseguido una beca.
—¿En qué especialidad?
—Neurocirugía.
—¿Y Susana, la perderás?
—No, ya hemos conversado sobre esto. Ella me esperará.
—Te lo mereces, hermano.
—Poco o nada hubiera logrado si no me hubieras ayudado con la Geloso. Eso jamás podré pagártelo, amigo, y nunca lo olvidaré...
Ese día, en la recepción, El Arequipeño conoció a Nora, la hermana de Susana, y quedó perdidamente enamorado de ella. Un año después, se casaron y se fueron a vivir al Perú.
8. DECEPCIÓN LABORAL
“¡Oh Dios mío!” Pensó El Soñador. “¿Qué le diré a mi mujer?, ¿qué les diré a mis hijos?: Que pronto los dejaré para siempre, que ya no estaré nunca más al lado de ellos para apoyarlos”.
“En el futuro ¿Cómo financiarán mis chicos sus estudios?”
El Soñador, mientras estaba consciente, sufría mucho. Por eso, desde el Campo de Marte, constantemente regresaba a sus ensueños donde se cobijaba bajo el hipnótico encanto de sus recuerdos, rememorando sus vivencias, esta vez, sus pensamientos se concentraron en sus primeras experiencias laborales…
Como la carrera de Ingeniería es más corta que la de Medicina, El Soñador concluyó sus estudios dos años antes que Mano Santa y, durante ese tiempo, trabajó primero un periodo corto en Lima, hasta que un día, cuando salía de su centro de trabajo y se dirigía con destino a la playa de estacionamiento, se puso a soñar despierto, tal como venía haciéndolo desde niño. Soñó que se encontraba exponiendo ante el Directorio de la Empresa y que su exposición resultó ser tan brillante y convincente, que los directores lo felicitaron efusivamente y lo propusieron para que ocupara el cargo de Presidente del Directorio.
En este estado sonámbulo llegó hasta su auto. Llevaba bajo del brazo un legajo que contenía unos documentos de capital importancia para la Compañía, los que debía estudiarlos en casa. Distraídamente, colocó el legajo sobre el techo del auto para sacar las llaves de su bolsillo. Minutos después, se vio en serios apuros: Un transeúnte le avisó que unos papeles, cual cometas, estaban volando sobre la avenida Abancay. Eran los documentos confidenciales de la Empresa. Al día siguiente, le solicitaron su renuncia.
Posteriormente, ingresó a laborar en una textil arequipeña, donde pudo comprobar que la vida laboral era muy diferente a la que él se imaginaba. Desde hacía un año, tenían un nuevo Gerente General. Un tal Morales, quien, lleno de vilezas, venía deteriorando la situación de la empresa. Poseía una habilidad malévola para subyugar a sus subalternos, pisotear dignidades, atropellar derechos y destruir, con tal de gobernar.
Morales era un hombre desgarbado, de rostro alargado y su nariz parecía un tomate —roja y carnosa—. Sus pequeños ojos negros, detrás de la descomunal nariz, eran agudos y vivaces. Su aspecto era el de una rata —que así lo apodaban—.
Un día, El Soñador le entregó a “La Rata” un informe que éste le había solicitado. Al rato, después de leer el informe, lo llamó.
—¿Por qué diablos me ha traído esta porquería? —le preguntó.
—Siento que crea que es una porquería. Yo me he esmerado al hacerlo —contestó El Soñador, enrojecido hasta la raíz del pelo.
—¡He tenido que modificarlo casi todo! Parecía una telenovela... Ya puede retirarse.
Morales era un borracho consumado. Juzgaba a El Soñador como un pobre diablo, porque no compartía su inescrupulosa forma de gerenciar, y se mantenía sereno cuando todos se habían emborrachado.
Morales era casado con Teresa, una mujer varios años menor que él, a quien, en estado alcohólico, maltrataba constantemente. Aunque ella trataba de disimularlo, atribuyéndolo a accidentes, con frecuencia, la pobre mujer mostraba hematomas en el rostro. A Teresa le agradaba mucho conversar con Martín, uno de los mejores trabajadores, y muy apreciado por El Soñador. Martín parecía sentirse atraído por ella. Él, siempre era atento y amable, contrastando notablemente con La Rata.
Un día, Morales retiró de la empresa a cuatro trabajadores, entre ellos, a Martín. Morales argumentó como causal de despido el hecho de que ellos no querían hacer sobretiempo.
—Ya tengo asustados a todos estos ociosos. Después del despido de sus cuatro compañeros, no creo que se atrevan a desobedecerme. —dijo Morales.
—Supongo que estará bromeando —opinó El Soñador.
—¿Qué quiere decir?
—¿Pretende verdaderamente que sigan trabajando doce horas diarias indefinidamente?
—Cuando necesite su opinión, ya se la pediré.
El Soñador palideció intensamente. Sabía por amarga experiencia que lo único que podía hacer era callarse y esperar.
—¡Ya me las pagará! —se dijo a sí mismo.
El Soñador convocó a la Comunidad Industrial para una asamblea general extraordinaria, con el objeto de solicitar un voto de censura para el Gerente General. La votación resultó aplastante: alrededor de cuatrocientos votos a favor de la censura contra seis en contra y dos abstenciones.
El Soñador le entregó al Presidente del Directorio una copia del acta donde, por amplia mayoría, se repudiaba a Morales.
—¡Pero... casi nadie lo quiere! ¡Y yo que creía que podía poner a todo el personal en nuestra contra! —dijo el Presidente.
Al día siguiente, el Directorio le pediría su renuncia a Morales.
Ese día, Morales llegó tarde a su casa más borracho que de costumbre. Se acercó a su esposa, la despertó y le dijo: “Hola”.
—Qué tufo tan terrible, qué asco —dijo Teresa
Él la cogió, la desnudó y comenzó a besarla. Ella sintió un hedor insoportable. Quiso apartarse, pero él la apretó con fuerza. No dejaría libre a la única persona sobre la cual todavía tenía mando.
Con su barba, un poco crecida, rasgaba la piel de su mujer. Ella sintió que las manos cochinas y los labios babosos de su marido transitaban por su cuerpo.
—Tengo que ir al baño —dijo ella.
Cuando salió del baño, él roncaba como un lirón. Teresa cogió un pequeño maletín, le introdujo unas cuantas cosas, y se fue para siempre...
Algunos meses después, Martín, quien fue reintegrado a la empresa, regresó del trabajo a casa donde Teresa, “su reciente pareja”, lo esperaba despierta. Ella lo abrazó y besó cariñosamente. Así, con Martín, Teresa se convirtió en una mujer amada y respetada, mientras que Morales, en su soledad, extremó su consumo de alcohol, a tal punto, que su existencia terminaría con una cirrosis aguda.
9. “LA MAMAMA”
Curiosamente, El Soñador hacía sus remembranzas en muy pocos segundos, mientras en la realidad fueron vivencias que duraron varias semanas o meses. Así, él transitaba por el parque, recordando a la velocidad del rayo casi toda su vida, como la de algunos seres queridos o relevantes para él, entre ellos, a su difunta y adorada abuela…
Su abuelita siempre fue un polo de unión familiar, símbolo de amor y de cariño. No sólo era la abuelita de El Soñador, sino también se creía la abuelita de toda la familia y de los amigos de ésta. De cariño, solían llamarla “Mamama”.
Sus nietas, periódicamente le regalaban agua de colonia, que generalmente le sobraba; este excedente, ella lo obsequiaba a su nieto. Su hija —también ya anciana—, se molestaba y le decía: “¿Para qué le das esa colonia?, si no es para hombres”. No obstante ello, El Soñador la usaba. Al principio, para que su abuelita se pusiera contenta; después, por cábala, sin ella se sentía desprotegido.
El Soñador siempre hacía partícipe de sus logros a la Mamama, como testigo y jurado máximo de sus actos. Hasta entonces, había logrado ser “bueno, bonito e inteligente”. El día que la venerable anciana falleció, El Soñador pensó: “Ahora, ¿quién me calificará con tanta benevolencia?” Él sintió que el agua de colonia que le regaló su abuelita era como agua bendita; por eso, el último frasco lo utilizó “con cuentagotas” y sólo para ocasiones muy especiales.
Pasaron los meses. El Soñador se hallaba atrapado en el tráfago del trabajo. Hacía algún tiempo que habían removido a Morales de Gerente General y el nuevo gerente, el doctor Mendoza, resultó tan corrupto como el anterior. Se sentía frustrado, su jefe cotidianamente lo estresaba, y como no podía pegarle, se le generaba una acción reprimida. Sin embargo, en sus sueños lograba propinarle duras palizas, eso le permitía amenguar su insatisfacción actuando como un poderoso antiestrés, evacuando, cada noche, la acción reprimida.
Un día, tal como era su costumbre, El Soñador se dirigía a su trabajo caminando y pensando: “Hoy es el cumpleaños de mi Mamama y no podré ir al cementerio. Este maldito trabajo me tiene esclavizado y tenso; no me deja vivir tranquilo y terminará infartándome. Mi jefe divide para gobernar, le gusta la “sobonería”, y permite la “serruchada de piso”; pero yo tengo dignidad y algún día lograré hacer justicia. Si no fuera porque tengo tres hijos...”
De pronto, sucedió algo singular. Se internó por unos olivares desconocidos cuyos troncos retorcidos tenían un aspecto tétrico. Caminaba con prisa, tratando de esquivar los grotescos olivos, los cuales, a su espalda, devenían en sombras agresivas. Luego se transformó en una hormiga y se desplazaba como este insecto, zigzagueando; cuando un ave de rapiña se lo quiso comer. Asustado y jadeante despertó... todo había sido un desagradable sueño.
Volvió a quedarse dormido y, curiosamente, retomó al mismo sueño. Recuperó su forma humana y ahora se veía en una selva. Sudaba copiosamente y su corazón retumbaba como un tambor. De las ramas de los árboles colgaban reptiles, de quienes tenía que rehuir con gran esfuerzo. El suelo estaba lleno de grandes charcos y el nivel del agua aumentaba con rapidez, ya le llegaba hasta el cuello y, súbitamente, apareció un cocodrilo. Huyó desesperadamente y llegó a un edificio de piedras. Apurado, subió los peldaños de la escalera hasta llegar a una puerta; miró hacia atrás y se vio rodeado de mandriles, los cuales lo acosaban mostrándole sus afilados colmillos. La puerta se abrió y apenas la cruzó se cerró sola y quedó atrapado. Era una habitación amplia, sin techo; pero con muros muy altos y en donde había muchos hombres y mujeres, todos enmascarados. Uno de ellos, que parecía ser el jefe, le indicó que se sentara en un banquillo. Luego se quitaron las máscaras. El Soñador quedó como petrificado: todos los rostros le eran conocidos —Mendoza y sus secuaces—. Vio que sus cuerpos iban transformándose y tomando diferentes formas: de troncos de olivo, aves de rapiña, reptiles, cocodrilos y mandriles. Unos papagayos lanzaron fuertes y prolongados chirridos, al término de los cuales se abrió otra puerta por donde salieron varios hombres desnudos y raquíticos, cuyos rostros también le eran conocidos —sus pobres compañeros de trabajo—. Los iban flagelando y gemían lastimeramente. Miraban implorantes a El Soñador, mientras que sus cuerpos empezaron a tomar la forma de hormigas.
Estaba por desfallecer cuando comenzó a escucharse una melodía dulce y reconfortante. Entre las nubes grises, se abrió un agujero luminoso a través del cual caían burbujas con aroma de una agua de colonia; para él, inconfundible. Vio que descendió y quedó flotando frente a él una figura muy querida y conocida.
Sintió una profunda paz espiritual y pudo articular recién palabras: “Feliz cumpleaños Mamama”.
—Gracias, hijo. Es verdad, hoy cumplo cien años y he venido a darte un consejo.
—Mamama, te quiero y extraño mucho
—Ya lo sé, hijo; sin embargo, debes volcar todo tu amor por mí hacia los demás. Y recuerda siempre que, más que amor, los seres humanos necesitan respeto. Sí, mucho respeto.
—Dime, Mamama, ¿tu consejo tiene que ver con los enmascarados y las hormigas?
—Sí, hijo. Escucha bien: no temas a nada ni a nadie; la mente debe ser apacible, pero no quieta. Las voluntades y buenas intenciones deben modificar nuestra conducta, erradicar la injusticia y lograr el bienestar de la sociedad. La indiferencia es cómplice de la maldad. Para evitarla, hay que reactivar nuestro espíritu.
—Pero, Mamama, ¿Qué tendré que hacer para reactivar mi espíritu?
—No es cuestión de violencia, hijo; sino de saber conducir tu vida y ayudar a otros a que conduzcan las suyas. Pero no te preocupes; llegado el momento, tú lo sabrás; tú podrás lograrlo. Ahora, duerme tranquilo, hijo.
A partir de ese momento, durmió en paz.
Al día siguiente, antes de partir al trabajo, El Soñador recordó el sueño que había tenido y se echó un poco de la colonia bendita. Ese día aconteció algo inesperado: lo eligieron representante de la Comunidad Industrial ante el Directorio. Una vez electo logró que removieran al doctor Mendoza y que volviera a reinar la paz y la justicia.
Ese mismo día, fue al cementerio. Oró y dejó un ramo de flores en la tumba de su abuelita.
Pero como todo en la vida es efímero, cuando cesó la directiva presidida por El Soñador, poco a poco, retornaría la violencia y la injusticia.
10. “LOS TERRUCOS”
“¡La violencia y la injusticia!”. El Soñador se puso a pensar.”¿Cómo se envenenaron los cerebros de tantos peruanos? Por la violencia murieron más de veinte mil personas y quedaron muchos hogares desintegrados. Los campesinos abandonaron el campo huyendo a las ciudades y la pobreza se incrementó. Los barrios pobres en las ciudades aumentaron y, al final, el terrorismo también llegó allí, intentando romper el orden social”.
“Con la violencia sólo se pueden lograr resultados transitorios”. Siguió pensando El Soñador, “Es mediante la fuerza moral que se obtienen metas permanentes. Los políticos, empresarios, militares y dirigentes sindicales son los primeros que deberían dar el ejemplo”.
“Los Terrucos”, continuó recordando, “hicieron tal destrucción y crearon tanto daño y dolor, que dejaron una herida que no cicatrizará hasta dentro de muchos años. Pensar que yo mismo y mis dos grandes amigos Mano Santa y El Arequipeño fuimos víctimas de sus actos demenciales”.
“Sin embargo, yo no la pasé tan mal. Ellos sí que las vieron negras”. Recordó.
Se sentó bajo un alto y añejo árbol del Campo de Marte, y se puso a observarlo.
“¡Sí! ¡Este árbol fue el ladrón de cometas!” Exclamó. Luego continuó recordando a su antiguo rival y lo que, de él, El Arequipeño le contó...
Después de completar su maestría en Houston, Mano Santa regresó a la Argentina, se casó con Susana —la risueña chica de su congregación— e inició su labor profesional en la ciudad de Buenos Aires. En corto tiempo se convirtió en un prestigioso médico, con un elevado nivel de ingresos; sin embargo, siempre extrañaba a su familia y a su país y cada vez que podía viajaba a Lima. Durante uno de esos viajes fue a visitar a su concuñado y amigo, El Arequipeño, quien hacía ya un año que vivía, conjuntamente con su esposa Nora, en la capital peruana y trabajaba como médico asimilado al Ejército.
—Tengo salud, dinero y amor; pero extraño mucho a mi tierra —dijo Mano Santa.
—Si te interesa asimilarte al Ejército, yo soy asistente del general Valdivia, y puedo hablar con él. Pero lo que tú ganas allá en un solo día es más de lo que ganamos acá en todo un mes.
—No importa. No todo en la vida es el maldito dinero.
—¿Qué opinará Susana?
—Estoy seguro de que ella, con tal de hacerme feliz, estará de acuerdo. Además acá tendría la cercanía de su hermana.
Al día siguiente, El Arequipeño habló con su jefe:
—Mi General, la semana pasada estuvimos conversando respecto a la fuga de talentos que hemos sufrido últimamente. Esta es la oportunidad de recuperar a un profesional extraordinario —comentó El Arequipeño mientras le entregaba el currículum de Mano Santa.
—Correcto, prepárale una entrevista conmigo.
—Gracias, mi General. La Sanidad del Ejército ganará mucho con él.
—Sí; pero antes de trabajar en el Hospital Militar, como todos, tendrá que hacer labor en provincias.
Unos meses después, Mano Santa y su abnegada esposa fueron trasladados a un pueblo de la serranía, a cuatro horas de la ciudad de Ayacucho. Los alojaron en una pequeña y frígida casucha. El tejado de hojalata estaba todo destartalado, la mayoría de las lunas de las ventanas estaban rotas y los grifos goteaban. A pesar de las pequeñas dimensiones de la vivienda, eran tan pocos los muebles de la casa que parecía vacía. Sin embargo, con una pequeña inversión y algunos toques femeninos, Susana la convirtió en un lugar aceptable.
Pero la posta sanitaria era toda una calamidad. Rompía todas las normas de higiene y de seguridad a las que Mano Santa estaba acostumbrado. En el ambiente flotaba un olor a sangre y a yodo. Las letrinas generalmente estaban obstruidas. Además del sopor existente, el ventilador de techo que tenía el tópico estaba estropeado. Como se trataba del único centro médico de la zona, éste debía prestar servicio a toda la comunidad y diariamente llegaba una procesión de enfermos, unos de paludismo, otros de tuberculosis, muchas parturientas y niños deshidratados. El país pasaba por una grave crisis y la guerrilla terrorista se había expandido; como estaban cerca del área de conflicto, también llegaban heridos de bala.
Mano Santa utilizó su propio peculio para mejorar y adecuar las instalaciones. Mandó arreglar el ventilador y adquirió tres más; ordenó pintar y fumigar todo el local para eliminar la alarmante cantidad de moscas. Hizo mejorar la iluminación de los ambientes —antes lúgubres—. Dio charlas sobre prevención e higiene, tanto al personal médico como a toda la población. Pronto sus instrucciones dieron resultado: Se redujeron las muertes de parturientas y de recién nacidos.
Susana, a pesar de que había salido embarazada, para paliar el tedio, se puso a colaborar en una escuela de la comunidad; donde, en un solo ambiente con techumbre de paja, concurrían los alumnos de hasta tres grados diferentes. Las instalaciones no tenían ni luz eléctrica ni agua potable. Pero el entusiasmo de los niños por aprender era notable y esperanzador.
Sin importarles el sol abrasador durante el día, el frío extremo en las noches, las lluvias torrenciales y todas las demás incomodidades, Susana y Mano Santa se sentían felices, contentos con sus logros y llenos de expectativas para cuando naciera su bebé; hasta que, una noche, a las cuatro de la madrugada, escucharon traqueteos de ametralladoras. Mano Santa saltó del catre, cogió su ropa y comenzó a vestirse.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.
—Tengo que ir a la posta médica. Habrá heridos y es mi deber atenderlos. No te muevas de acá para nada hasta que yo regrese.
Susana se quedó espantada; pero comprendió que su marido tenía que cumplir con sus obligaciones.
Por las calles se oyó:
— ¡“Terrucos”! ¡Allí vienen los “terrucos”!
Cuando llegó y traspuso la puerta de la posta médica, alguien lo golpeó y tiró al suelo.
—¡No se mueva! —le gritó un encapuchado a la vez que le propinaba una patada.
Varios individuos con gorros pasamontañas que les cubrían los rostros se habían posesionado del local y mantenían echados en el piso incluso a los pacientes.
—¡Vamos! ¡Levántense y síganme todos en fila! —gritó uno de los terrucos.
Mientras tanto, en la plaza principal se desarrollaba un juicio popular, donde los simpatizantes de los insurgentes acusaban de traidores a sus antagónicos. Luego, sin mayor trámite, de acuerdo al criterio del mando terrorista, ejecutaban a sus víctimas. A los que ellos más odiaban, primero los martirizaban cruelmente: Entre otras atrocidades, a algunos les introducían en el vientre un alambre al que previamente le habían doblado la punta y afilado a modo de un anzuelo gigante; luego, jalaban el alambre extrayendo las vísceras de los pobres condenados, quienes gemían lastimosamente.
Mano Santa quedó horrorizado cuando vio a Susana, a quien también la traían prisionera a la plaza.
—¿Y a este blanquito que le hacemos? —preguntó quien parecía ser el jefe y era el único con el rostro descubierto.
—No, él es bueno. Nos regala medicinas y nos trata con cariño —dijo una anciana, a quien Mano Santa reconoció como una de sus pacientes.
—Su mujer también es muy buena. Enseña gratis a los niños y les regala cosas —agregó la madre de uno de los alumnos de Susana.
Y muchos otros miembros de la comunidad también abogaron por ellos.
Los juicios y las ejecuciones duraron todo el día, hasta el atardecer, momento en que la columna de terroristas, luego de graves amenazas a posibles traidores y soplones, y engrosada con cinco nuevos reclutas, se retiró dejando muerte y desconsuelo.
El sol se ocultaba con un resplandor que, en esas circunstancias, daba un aspecto diabólico. Mano Santa corrió hacia su mujer y estuvieron abrazados por largo rato.
—Gracias a Dios que esos malditos no se enteraron que, aparte de médico, también eres militar —dijo ella.
—Efectivamente, porque ellos jamás perdonan la vida a un uniformado —agregó el cura del pueblo, a quien también le habían perdonado la vida.
—Padre, por favor, acompañe a mi mujer a casa; que yo tengo mucho por hacer.
Cuando Mano Santa ingresó a lo que era el puesto policial, todo era un yermo de ceniza, vidrios rotos y cuerpos ensangrentados. La dotación compuesta por siete efectivos, no había podido soportar ni siquiera quince minutos del embate terrorista. Según pudo comprobar, tres de ellos se suicidaron con un tiro en la boca antes de caer prisioneros. Sabían muy bien por todo lo que tendrían que pasar antes de morir, si es que no lo hacían así.
Los milicianos habían despojado las bodegas y el botiquín de la posta médica. Por doquier había llanto y desolación.
—¡Hay que avisar a las autoridades de Ayacucho! —dijo Mano Santa.
—Los terrucos destrozaron la radio, jefe.
Mano Santa envió a un voluntario para que fuera al pueblo vecino, atendió al único herido sobreviviente, organizó una brigada para trasladar los muertos al policlínico y preparó un informe. Luego de unas horas, cuando retornó a su casa, le dijo a su esposa:
—Amor, apenas se pueda, te vas a Ayacucho.
—No, mi amor. Después de experimentar la protección que nos dio la gente de este pueblo, creo que acá corremos menos peligro que en la ciudad; además, solamente he venido desde la Argentina hasta el Perú para vivir al lado tuyo.
Veinticuatro horas después, llegó un pelotón conformado por más de cincuenta soldados. Veinte de ellos se quedaron en el pueblo; los demás, comandados por el capitán Mayta, salieron en persecución de los terrucos. Como Mano Santa conocía la zona, fue con ellos. Interrogando “con firmeza” a algunos campesinos se enteraron de que los terrucos estaban por las alturas de un nevado. Los soldados estuvieron varios días recorriendo el nevado y ya casi no tenían alimentos. Sólo les quedaba harina; por lo cual, durante los últimos días, habían tomado de desayuno un preparado de agua con harina y azúcar; y durante el almuerzo y la cena, una sopa compuesta de agua con harina y sal. Tenían dinero para comprar carne, pero los campesinos no les querían vender sus animales.
—Mi capitán, para ellos, sus animales son como miembros de su familia. Además, los terrucos los habrán amenazado para que no nos vendan —comentó Mano Santa.
—¡Quispe! ¡Métale un tiro a ese carnero! —ordenó el capitán Mayta.
El hambriento soldado, de un solo tiro le voló los sesos al animal, y el campesino se puso a llorar.
—¡Mire, aquí tiene, es más de lo que valía su pariente! —dijo Mayta, y tiró unas monedas a los pies del campesino.
—Quispe, escoja cinco efectivos y vaya a indagar en aquellas casas, si han visto a los terrucos. Los restantes, esperaremos acá —dijo Mayta, señalando unas viviendas que se veían a lo lejos. —Que también vaya el “mata sanos” —agregó, refiriéndose a Mano Santa.
Después de un operativo infructuoso, porque todos los pobladores dijeron no haber visto terrucos, los siete militares regresaban a su campamento. Más allá, las sombras del atardecer iban envolviendo las laderas, formando figuras negras y fantasmagóricas sobre el fondo blanco de los nevados. En eso, se desató una tormenta, el viento ululaba y empezó a nevar. El enorme barranco que se extendía a sus pies estaba salpicado de peligrosas rocas afiladas y el suelo humedecido se puso jabonoso.
—El piso está resbaloso y la noche se avecina. Mejor acampamos acá —dijo Mano Santa.
—¡Paren! ¡Armen sus carpas! —gritó Quispe.
—Agotado, Mano Santa llamó a un soldado y le ordenó que le armara su carpa. Las carpas estaban hechas para cubrir solamente medio cuerpo —hasta la cintura—. Por tal motivo y para protegerse del viento, cavaban con una pequeña pala un hueco, le echaban un poco de ichu —a modo de colchón—, y colocaban la carpa encima.
Pero como el soldado era de poca estatura, calculó mal el tamaño del agujero y, a pesar de que lo hizo más grande que de costumbre, cuando Mano Santa se acostó, le sobraban la mitad de las piernas. El soldado se disculpó y agrandó el lecho; pero con tanta exageración, que quedó hondo e inmenso.
Amanecía cuando se escucharon unos disparos. Mano Santa intentó parase para coger su botiquín, pero recibió un impacto en la pierna. Nuevamente trató de incorporase, pero sintió un tremendo golpe en la cabeza y perdió el conocimiento.
Cuando los terrucos se acercaron a rematar a los heridos, sólo encontraron seis cuerpos, que yacían cada uno en su propio lecho, medio cubiertos con nieve, excepto uno, el de Quispe. Su lecho estaba vacío y los terrucos pensaron que habría huido. Luego de clavar sus bayonetas sobre los cuerpos inertes de sus víctimas, se retiraron.
—¡Terrucos hijos de puta! —gritó Mayta cuando vio a sus soldados masacrados.
—A éste le abrieron la cabeza como a una coliflor —comentó un soldado, a la vez que se agachaba para girar el cadáver que se encontraba de espaldas.
—¡Mira, debajo de éste hay otro cuerpo! ¡Parece que está vivo!
—¿Quién es? —preguntó Mayta.
—Tiene el rostro todo ensangrentado, mi capitán; pero todavía respira.
—¡Límpiale la cara, animal!
—¡Es el doctorcito, mi capitán! ¡El otro es Quispe!
Cuando retiraron los dos cuerpos, se quedaron sorprendidos con el tamaño y la profundidad de la oquedad.
—¡Increíble! Es toda una trinchera, tan honda como para que cupieran dos personas —dijo Mayta—. La nieve, al cubrirlos un poco, se encargó del resto, aunque quedó algún resquicio por donde fue abastecido el aire.
—Los terrucos, ni se lo imaginaron —comentó otro soldado.
Las heridas de Mano Santa no parecían de gravedad. La sangre que tenía en el rostro era de Quispe, y pronto recuperó el conocimiento.
—Posiblemente, cuando fui herido —dijo Mano Santa—, Quispe quiso auxiliarme; sin embargo, estando ya muy cerca de mí, fue abatido por una metralla y me cayó encima. Yo recuerdo un tremendo golpe sobre mi cabeza... Era su cuerpo.
Las malas lenguas tejieron otra historia; la cual corrió rápidamente por todo el regimiento. El chisme decía que Quispe y Mano Santa eran homosexuales, y que les dieron en pleno lecho matrimonial, tamaño King size.
Mano Santa se recuperó muy pronto, aunque quedó rengo de la pierna derecha. Lo ascendieron y le dieron una medalla por sus servicios prestados a la patria, pero luego, le dieron de baja.
—En el Ejército no se admiten lisiados; tampoco, “tipos raros” —dijo alguien...
11. LOS AREQUIPEÑOS
Desde el Campo de Marte, El Soñador, rememorando vivencias propias y ajenas de personas queridas y allegadas a él, recordó las experiencias de su amigo “El Arequipeño” y del hermano menor de éste, de Mario…
Ricardo, El Arequipeño, aunque se recibió de médico un año después que Mano Santa, se asimiló al ejército varios años antes que él, mientras éste hacía su maestría en Houston, regresara a Argentina e iniciara una exitosa carrera profesional. Cuando Mano Santa retornó al Perú junto con su esposa Susana para incorporarse al ejército, ella se sentía feliz, porque tenía muy cerca a su hermana Nora, la esposa de Ricardo. Pero muy pronto, ambos matrimonios serían destacados a diferentes y distantes provincias.
El padre de Ricardo, el General Zamudio, era el Jefe de la Zona de Arequipa. Cuando “El Arequipeño” ascendió a capitán, el General ejerció su influencia y lo hizo asignar a la Sanidad del Ejército de Arequipa. El General era viudo y un tipo muy agrio e intimidante.
—Ricardo, necesito que me acompañes —le dijo el General a su hijo.
—¿De paisano? —preguntó.
—No, uniformado. Iremos al Colegio Militar —contestó el General.
El General tenía otro hijo, Mario, varios años menor que Ricardo, que estudiaba en el Colegio Militar de Arequipa, el Colegio Francisco Bolognesi.
—Ricardo, tú eres ex-alumno de este colegio y me puedes aconsejar. Me acaban de avisar hace un par de horas que tu hermano ha desaparecido.
—¿Ha tirado contra?
—¿Qué significa tirar contra?
—Que ha escalado los muros para huir del colegio.
—No… simplemente no retornó al colegio después del su salida del domingo.
—Felizmente, porque si ha tirado contra no hay alternativa, lo expulsarán del colegio.
—Pronto lo averiguaremos; pero por ahora, lo más importante es hallar a Mario.
Muy pronto llegaron a la puerta de la Escuela.
—¡Quiero hablar con el Coronel Pinto! —gritó el General.
El guardia guió a los dos oficiales hasta la oficina de la Dirección, donde el Coronel Pinto.
—¿Dónde está mi hijo?
—El cadete Mario no está dentro de las instalaciones del Colegio —comentó el Coronel—, tampoco encontramos al cadete Guido Torres. Parece que se han escapado juntos. —indicó el Coronel
—¡Se han ido juntos! —dijo Ricardo con acento concluyente.
—Refunfuñando, el General iba de un lado a otro, dando órdenes.
—Tenemos que advertir a la policía de todas las provincias. Yo mismo telefonearé para que se tomen todas las medidas necesarias; a Puno, Tacna y Mollendo. Tu avisa a la compañía del ferrocarril y a los terminales de ómnibus.
Los chicos tenían dos días de ventaja, pues llegaron a Juliaca, después de las siete de la noche del día lunes. Iban dormidos en el vagón. Cuando llegaron a la estación, bajaron temerosos y cansados.
Entraron en un hotel de “medio pelo”. El administrador, les hizo algunas preguntas que Guido respondió con mentiras. Por fin abrió un registro y les dijo:
—Escriban sus nombres.
Guido escribió sin vacilar: Jorge y Mauricio Peña.
—La habitación vale treinta soles. Aquí se paga siempre por adelantado.
Se acostaron y, cansados, se durmieron casi inmediatamente.
Al día siguiente, muy temprano, compraron pan, queso y fueron al terminal de ómnibus.
—¿Adónde van estos ómnibus? —se atrevió a preguntar Mario.
—A La Paz, Bolivia.
Ya sabían lo que deseaban.
—Ya verás —dijo Mario—, en Bolivia conseguiremos trabajo.
Guido se dirigió a la ventanilla:
—Señor, mi padre me ha encargado que compre dos boletos para La Paz.
—Bien —dijo el viejo luego de observarlos—, necesitan pasaportes.
—Entonces regresaremos —contestó Mario—. Agradecieron y se fueron.
—Vamos andando —dijo Mario con mirada sombría.
Anduvo de aquí para allá en busca algún chofer que por algunas monedas los llevaran pero todo fue en vano.
Al poco rato se encontraron lejos de Juliaca, en las afueras. Había llovido y el piso era puro barro. El cielo oscureció, entonces sintieron frio.
—Me muero de frío. ¿Ahora, dónde dormiremos? — dijo Guido.
—He visto un camión estacionado cerca de aquí. Podemos subirnos a dormir en la tolva —respondió Mario.
De pronto se percataron de la presencia de una prostituta. Mario se le acercó y preguntó:
—¿Cuánto cobras por tus servicios?
—Veinte soles.
—Tienes algún cuarto.
—Sí, pero son diez soles más por el cuarto.
Fueron con ella a su cuarto y luego, en unos pocos minutos, pasaron de niños inocentes a hombres experimentados.
—Te pagaremos cincuenta soles por el cuarto pero nos quedaremos aquí toda la noche.
El miércoles, a la mañana siguiente, se retiraron del cuartucho muertos de risa, abrazados, comentando sus experiencias. Aunque en realidad, íntimamente, a ambos les había parecido algo asqueroso, sus falsos comentarios eran como que les fue de maravilla. Su complicidad en tan tremenda experiencia los convertía en amigos consumados, más íntimos que nunca.
El sol quemaba, fueron a un mercadillo, donde varias paisanas sentadas en el suelo, como si fueran tinajas de vino, esperando concluir con su fermentación, protegidas del sol con un toldo de plástico. El espectáculo de la calle, la libertad y la aventura les causaban una gran embriaguez.
Mientras almorzaban, analizaron su situación.
—He reflexionado —dijo Mario—, lo mejor sería ir hasta Puno, que está a unos veinte a treinta kilómetros, a pie, como si paseásemos. Iremos bordeando el lago. Desde allá será más fácil embarcarnos en algún bote o en la tolva de un camión.
Dicho y hecho, atravesaron las afueras de la ciudad y llegaron por fin al camino, que seguía las sinuosidades de la orilla del lago Titicaca. Caminaban despacio sobre el polvo rojizo, dando la espalda al sol. La proximidad del lago los seducía. Dejaron el camino para correr hacia él gritando: “¡Titicaca! ¡Titicaca!” .
—Mira —dijo Guido.
A unos cien metros, una barca blanca se deslizaba sobre el índigo del lago.
—Ya verás —exclamó Mario—, la selva boliviana es aún más bella.
—Juntos la pasamos bien. Ojalá pudiéramos estar juntos permanentemente.
Permanecieron un largo rato silenciosos. El camino se alejaba del lago y subía hacia un bosquecillo de eucaliptos. El aire había refrescado. Habían proyectado dormir en un matorral, pero la noche se presentaba muy fría. Anduvieron media hora sin pronunciar una palabra y llegaron al fin a una casa.
Tocaron la puerta y salió una señora.
—Señora —dijo Guido —¿tendría una habitación con dos camas para esta noche?—. Y antes que le hubiese preguntado nada —Somos dos hermanos y vamos a Puno a juntarnos con nuestro padre, pero hemos salido demasiado tarde de Juliaca para poder dormir esta noche en Puno.
—Tengo una habitación de ocho soles, se paga por adelantado—.
Ellos aceptaron y pagaron.
El jueves, a la mañana siguiente, mientras todavía dormían escucharon:
—¡Levántense! —gritó un policía—¿Quiénes son ustedes?
—Jorge y Mauricio Vergara, somos hermanos. Nuestro padre está en La Paz, Bolivia.
Una hora más tarde, hacían su entrada en Puno, en un patrullero, escoltados por dos policías.
—Es inútil que lo nieguen, los hemos atrapado. Los están buscando desde el domingo. Son de Arequipa: tú, el más alto, te apellidas Zamudio; y tú, Torres. ¿No les da vergüenza? ¡Unos muchachos de buena familia ir por el mundo como unos criminales!
Guido había adoptado una actitud sombría, pero experimentaba un gran alivio. Todo había terminado. Su madre, a estas horas, sabía que estaba vivo y lo esperaba. Le pediría perdón y este perdón lo borraría todo.
—Vuestros pobres padres están desesperados.
—Duerman un rato —prosiguió el teniente. —Mañana, se hará lo necesario. Estoy esperando las órdenes.
Al día siguiente, la señora de Torres tiene entre sus brazos a su hijo. Toda la angustia de esos días terminó.
—Muchas gracias por traer a mi hijo. ¿Han cenado?
—Algo por el camino, muchas gracias pero mi padre también espera desesperado que lleguemos.
—Vayan, amigos míos, su padre los aguarda.
Al llegar los hermanos a su casa, su padre, enfado, dijo:
—Mañana tomaremos las medidas necesarias para que tales escándalos no vuelvan a repetirse.
Al día siguiente, el General le explicó a Mario:
—A partir de ahora no saldrás del colegio los fines de semana. Te quedarás enclaustrado hasta que aprendas la lección.
Luego de tres meses, Mario fue perdonado. Finalmente, con la autorización del General, se fue a vivir con su hermano y su esposa Nora, que de alguna manera podría compensar la ausencia materna. Al año siguiente, Nora tuvo una hermosa bebé, a quien Mario aprendió a querer mucho, pero, poco a poco, con los años, se iría deteriorando la relación entre los dos hermanos, debido a la gran rebeldía de Mario. La gran comprensión de Nora, el cariño por su sobrina, y el temor a tener que regresar a la casa de su padre, mantenían al muchacho en casa de Ricardo.
12. “SENDERO LUMINOSO”
“Ojalá que las futuras generaciones nunca más tengan que vivir tales situaciones —se dijo El Soñador a sí mismo—. Vivíamos con constantes cortes eléctricos y explotaban con frecuencia terribles coches bomba dejando estelas de muerte y destrucción. Se había iniciado el terrorismo propiciado por las agrupaciones extremistas “Sendero Luminoso” y el “MRTA”. En el país se vivía un estado de guerra interna: El Ejército reemplazó a la Guardia Civil, se implementaron rondas campesinas, toques de queda y eventualmente se suspendieron las garantías.”
Todavía acantonado en el Campo de Marte, El Soñador gimió y soltó nuevas lágrimas e imploró: “Quiera Dios que mis hijos no tengan que pasar por ello. Estoy espantado al saber que yo ya no estaría allí para protegerlos.”
“Pensar que El Arequipeño me contó las terribles experiencias que sufrieran Mano Santa y Susana cuando fueron presas del terrorismo, y, al poco tiempo, él y su hermano también serían víctimas de esos actos vandálicos…”
Ricardo, El Arequipeño, era varios años mayor que su hermano Mario. Ambos eran físicamente bastante parecidos, pero tenían temperamentos muy distintos. Ricardo era un tipo alegre, extrovertido y transigente; mientras que Mario era sumamente ácido, soberbio y rebelde. Este último creía fielmente en la eficacia de sus ideas y nada le gustaba tanto como persuadir a los demás, especialmente a su hermano, quien lo tenía bajo su tutela y cuya superioridad no aceptaba. Parecía suponer siempre a los otros como imbéciles.
Lamentablemente, Mario hizo malas juntas en la universidad, principalmente con Silverio, un dirigente estudiantil muy radical, a quien le agradaba cada vez más confiarle sus ideas y sus dudas.
—Los ataques de Sendero siguen aumentando —observó Silverio.
—Según mi hermano, sólo en el mes de agosto los militares habrían perdido más de doscientos hombres —comentó Mario.
—Si la opinión pública conociese esas cantidades. ¡Pero nunca llega ningún informe exacto a la opinión pública!
—La lucha armada de “Sendero Luminoso” ha creado una atmósfera de mentiras oficiales sin precedentes —dijo Mario.
—El gobierno no representa hoy el sentir del pueblo. Nada sabe de lo que piensan realmente las masas ni escucha la voz de los dirigentes —dijo Silverio y agregó—: Me pregunto si alguna vez el pueblo podrá hacer oir de nuevo su verdadera voz, y si la prensa nacional podrá recobrar su autonomía...
Unos días después, Mario discutía con su hermano, quien odiaba el terrorismo con todas las fuerzas de su temperamento y de su inteligencia.
—Mira, a partir de hoy habrá que clasificar la gente según su aceptación o negativa a la idea de la guerrilla —dijo Mario.
—¡No confundas guerrilleros con terroristas! Estos no son soldados uniformados. Estos se ocultan cobardemente dentro de la civilidad y sólo dan estocadas por la espalda.
—¡Y para ustedes, los militares, todos los medios son buenos!... ¡Por supuesto! ¡La mentira organizada!
Ricardo miró estupefacto a su hermano.
—¿Crees tú posible permitir que se haga apología del terrorismo? ¡Es indispensable que el enemigo esté siempre equivocado! ¡Es indispensable... mentir! ¡Así es esta guerra sucia! ¿Es que acaso existe otra forma de guerra? Querer limitarla, es una utopía. “Miente, miente que algo queda”
Mario meneó la cabeza, y rió ruidosamente. Luego dijo:
—Lo que pasa es que tú nunca has tenido sentimiento social.
—Con demasiada frecuencia tus opiniones me avergüenzan. Cosas que recoges de ese pelucón, tu amigote de la universidad. Cosas que jamás hubiera creído oir de tu parte. Escucha, los terrucos arrancan a los jóvenes de los corazones de sus familias, les lavan el cerebro, y después de adueñarse de sus vidas, los hacen actuar contra sus intereses personales y contra los valores humanos más fundamentales.
—Ustedes los militares no comprenden que hay gente dispuesta a defender sus convicciones, y a ser consecuentes consigo mismas hasta el sacrificio. Semejante actitud sólo puede inspirar respeto.
—Los terroristas son unos monstruos. Ya he visto el odio y el terror que siembran esos sanguinarios criminales. Yo he estado en la zona de combate. ¿Tú qué puedes saber? Si todavía no sabes ni limpiarte los mocos.
—Lo monstruoso —dijo Mario, apretando los dientes— es la pasividad de los pueblos.
—Una cosa es luchar por tus ideales, otra muy distinta, ¡asesinar! —aclaró Ricardo.
—¿Acaso en el ejército no te enseñan a matar?
—Los militares sólo matamos en combate, y, aunque estoy asimilado al ejército, soy médico antes que militar y mi función no es matar; más bien, estoy allí para salvar vidas.
—¿Y tú, qué sabes de nuestra realidad? Si ni siquiera has estudiado en el Perú. ¿Has participado alguna vez de algún mitin donde una gran multitud efervescente clama justicia?...
Silverio mantenía relaciones con otros dirigentes comunistas, algunos de ellos con tendencias radicales y revolucionarias. Un día, Mario desapareció. Pasaron los meses y no volvió a saberse nada de él. En el ambiente universitario se difundió el rumor de que se había enrolado en las columnas guerrilleras. Más tarde, cuando allanaron su casa, encontraron en su cuarto, debajo de una tabla del piso, folletos terroristas.
Cuando el General Zamudio, padre de Mario y de Ricardo, fue entrevistado por un periodista, éste le preguntó:
—General, si usted se encontrara frente a frente con su hijo, en un combate ¿qué haría?
—Primeramente, él ya no es mi hijo. Ni siquiera utiliza nuestro apellido; ahora, simplemente se llama “camarada Cartavio” —hizo una pausa y luego continuó—: Y, en relación a su pregunta, yo estoy seguro de que no me temblaría la mano para apretar el gatillo.
La noticia fue difundida en todos los periódicos y canales de televisión del país y en varios del extranjero.
Pasaron los meses, los ataques ya no eran solamente en los pueblos aislados; también había sabotajes en las principales ciudades del país y comenzaban a desmoralizar a la población.
En algún recóndito lugar de la selva peruana, Silverio le comentaba a Mario:
—Camarada “Cartavio”, de los escombros de esta guerra surgirá algo absolutamente nuevo: la aparición de una nueva sociedad donde prime la justicia.
—No existe otra manera —respondió Mario—. Es ilusorio pensar que los gobernantes que utilizan el poder, abocados a su enriquecimiento personal, puedan mandar todo al diablo y renunciar a sus apetencias.
—Pero todo cambiará pronto. Se acerca la hora en que el pueblo armado haga esto posible. “El pueblo, unido, jamás será vencido”.
Después de varios años de terrorismo y más de veinte mil muertos, una nueva política antisubversiva fue implantada. Entre muchas otras, se estableció la ley “del arrepentimiento”; por la cual, aquellos terroristas que se presentaban voluntariamente y proporcionaban información de valor para la inteligencia militar, eran condonados. Esto facilitó la ubicación y captura de gran cantidad de miembros del comando senderista.
Pocos meses después, un grupo de terroristas al mando del camarada “Cartavio” fue sorprendido por una patrulla. Tenían una misión secreta, pero alguien los había delatado. El tiroteo era rabioso, los soldados escupían metralla sin cesar. La artillería era tal que resultaba imposible distinguir su ubicación. Una sorda explosión dominó el ambiente. Cuando Mario miró a su alrededor, quedó horrorizado: casi todos sus compañeros habían caído muertos. Ordenó una retirada a discreción, pero ya era muy tarde. Los sobrevivientes, mientras huían, seguían cayendo abatidos. Pronto se percató de que había quedado solo. Apretó el paso, llegó a un puente, lo cruzó y se precipitó por un desfiladero. Tropezó con un cadáver. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no perder el equilibrio. A sus espaldas oyó un zumbido y una fuerza extraña lo tiró al piso. No sentía dolor alguno, sólo temor. Herido y sin posibilidades para proseguir, durante varios minutos, se quedó pegado al suelo. Al instante, fue tomado prisionero...
... Pronto haría un año que estaba confinado en una celda húmeda. Allí había sufrido, contado los días, pasado hambre, sentido frío, soledad y aislamiento.
Intentaba decirse que no era cierto, que tal vez no estaba condenado a cadena perpetua. Pero despertaba de su sueño y su visión chocaba contra cuatro paredes. Días de días, cara a cara contra las paredes. Y se puso a meditar:
“Ahora me doy cuenta de que he sido un imbécil. Que me he dejado utilizar como un tonto. El deseo de imponer mi sobrenombre de guerra. La soberbia necesidad de dejar huella. La esperanza de unir mi apodo a una obra que me prolongue...”
“Y yo que me creía tan interesado por la sociedad —siguió pensando—. ¡Ahora qué diablos me importa! ¡Si acá voy a podrirme! Por primera vez desde mi encarcelamiento, soy consciente de que ahora me es indiferente el porvenir del mundo; pues ya no soy parte de él”.
“Estoy seguro de haber caído en una trampa. Esa maldita ley del arrepentimiento... Yo merecía algo mejor. Y de pronto al ir a aquella misión, esa ratonera preparada por mi propio camarada, ese hijo de puta del Silverio...”
Pero tengo que ser justo, merezco el castigo. En esta guerrilla he descubierto en mí grandes proporciones de odio y de violencia hasta la crueldad. Sí, la guerrilla me hizo aflorar los instintos más viles. Ya los senderistas no éramos humanos, estábamos locos”.
“Nuestra doctrina, aunque es impropio darle tal calificativo, consistía en reinar sobre nuestros semejantes basados en el terror. Intimidar a la pobre población que se encontraba entre dos fuegos: el de Sendero y el del Ejército. Enrolábamos en nuestras filas hasta mujeres y niños, a los que manteníamos cautivos con la amenaza de ser cruelmente asesinados. Les dábamos entrenamiento de fuerzas especiales y les enseñábamos a rastrillar, a disparar, a preparar trampas mortales —“cazabobos”—, y a sembrar minas. ¡Quién iba a pensar que mi propio hermano pisaría una de ellas! ¡Qué perdería la vida!”
“Para poder financiar nuestro armamento, pactamos con los traficantes de cocaína. Con la idea de destruir el orden vigente, asesinamos cientos de alcaldes y dirigentes sindicales que no estaban de acuerdo con nuestras ideas”.
Me irritaban las advertencias de mis mayores, pensaba que yo ya lo sabía todo; y, lo peor, creía ser auténtico. Por extraño que parezca, me doy cuenta recién que mis estúpidas ideas eran recogidas de supuestos amigos y compañeros de estudios universitarios, de los libros y panfletos extremistas, a veces me porté como un violento criminal.
“Mi hermano tenía razón. Durante años he vivido pensando de forma equivocada, intentando modificar el sistema con una nueva organización social”.
“Vivíamos cegados por el orgullo. Nos considerábamos tipos de primer plano, porque lográbamos que nos juzgaran así otros menos dotados que nosotros. Teníamos una permanente necesidad de aprobación, sentirnos admirados, seguir escalonando rangos dentro de la organización senderista y llegar a destacar como miembros del comando. El ego”.
El encarcelamiento todavía lo soporto, pero mi sentimiento de culpa... eso no. Y sólo existe un remedio para mi pena...”
Al llegar el alba, Mario colgaba de una especie de cuerda, elaborada con tiras de sábana, atada a las barras de una ventanilla de ventilación. Ambos hermanos, con sus muertes, al fin pudieron reconciliar sus pensamientos.
13. EL NEGOCIO PROPIO
El Soñador recordó, desde el Campo de Marte, que a raíz de su cese como director de la Comunidad Industrial y deseoso de escapar de ese medio laboral, vil y canibalista, instaló su propio negocio; el cual le traería nuevos sinsabores...
Al año de formar su empresa, contrató a un joven de nombre Manuel para que trabaje como vendedor. Éste ya había estado antes a su cargo cuando era directivo de la textil arequipeña. Se convirtió en un vendedor excelente, lo cual motivó que El Soñador lo premiara haciéndolo su socio.
Cuando El Soñador y Manuel iniciaron negocios con la “Cooperativa de Producción y Trabajo Fábrica Textil Urcos”, un nombre tan largo como una culebra, viajaban de Cusco a Urcos en ómnibus; luego proseguían a pie los cinco kilómetros que restaban para llegar a la cooperativa. A veces lo hacían en plena tormenta, ya que la austeridad era necesaria. Dos años más tarde, ya podían darse el lujo de hacerlo en un auto de alquiler.
La empresa de El Soñador contrataba a la Cooperativa para los servicios de hilatura y tejido; pero como ésta no contaba con maquinaria apropiada para el acabado de los tejidos, éste proceso lo completaban en una prestigiosa fábrica de Lima.
Un año antes de que se contactara con la Cooperativa, ésta se había transformado de Sociedad Anónima a Cooperativa y no contaba con profesionales, pues, removidos por el Consejo de Administración, estaba integrado por personas que apenas si sabían leer, pero que se creían capaces de manejar la Institución.
En su última visita a la Cooperativa, El Soñador constató que no le habían fabricado nada. Tampoco encontró su materia prima. Después de investigar, descubrió que habían cambiado los rodillos de la máquina perchadora, mantenimiento que se hacía periódicamente; no obstante, esta vez no los reemplazaron con rodillos de bronce —de acuerdo con los originales—. Algún sabelotodo los cambió por rodillos de acero para que duraran más, sin saber que los rodillos de bronce eran de material blando para no gastar los dientes del tambor principal. En menos de un mes, el tambor quedó desmuelado e inservible. Uno nuevo costaba casi tanto como comprar otra máquina. Se les acumuló un cerro de productos semielaborados sin el proceso de perchado, indispensable para su terminación y posterior venta. Al no poder vender, se quedaron sin dinero y, como medida de emergencia, vendieron sus materias primas, así como las de sus clientes contratantes de servicios de fabricación.
El Soñador se encolerizó y comenzó a gritar a todo el mundo.
—¡Esto es un robo!
Uno de los directivos, que siempre se había mostrado como el más cuerdo y amigable, se le acercó y le pidió, por favor, que se calmara y lo acompañara a dar un paseo a un sitio donde pudieran hablar a solas. Al llegar a un lugar discreto, el directivo le dijo: —Tenga usted cuidado. Están borrachos y desesperados. Acá tenemos infiltraciones terroristas, a usted lo pueden matar y no habrá quién lo defienda. Mejor retírese y regrese a reclamar acompañado de las fuerzas policiales y judiciales.
El Soñador tomó conciencia del riesgo. Estaba en un asentamiento humano que parecía olvidado de Dios, y las reformas de gobiernos populistas habían incubado el revanchismo del proletariado y el terrorismo. Indignado, se dirigió al Cusco donde presentó su denuncia. En esta ciudad, tenía una cita con otra cooperativa textil: “La Estrella”. Hacía meses que venía negociando con la Directiva para comprarle algunas máquinas con el fin de revenderlas en Lima. Esta cooperativa, también por malos manejos de sus directivos, quedó en la ruina; razón por la cual, se vio obligada a vender sus activos.
Conocedor de las buenas posibilidades de reventa, El Soñador aseguró su adquisición pagando una pequeña cuota inicial antes de que alguien le ganara la iniciativa. No hacía ni dos horas que había realizado la operación comercial, cuando se aparecieron en “La Estrella” los directivos de “Textil Urcos” para comprar una de las dos perchas que éstos vendían. Al enterarse que él las había adquirido, fueron a buscarlo al Hotel. Ésta era su oportunidad para resarcirse de tantos descalabros.
—¿Cuál de las dos perchas quieren? —les preguntó.
—La más grande, "jefecito". Sí, la más grande.
—¿Quieren esa percha? Pues… vale diez mil soles.
—Pero, “taita” jefe, si a usted sólo le ha costado la mitad —le reclamaron.
—Si quieren la percha, ese es su precio. Ni un centavo menos. Además, ¡carajo! Me pagan los veinte mil soles de la materia prima que me robaron.
—Taita, nosotros no tenemos tanta plata.
—Bueno, —les contestó El Soñador—. Les daré una oportunidad. Tráiganme el equivalente en frazadas sin perchar, que yo las hago perchar en Lima. Me las ponen acá en el Cusco y la máquina es de ustedes.
—Correcto, "papacho". Esta vez, no le fallaremos.
El Soñador sabía que la percha grande no les serviría, ya que ésta era para procesar tela; mas no, para frazadas —producto que ellos elaboraban—. Tal como supuso, al mes se aparecieron en Lima para decirle que querían cambiarla por la otra percha.
—Fueron ustedes los que escogieron. Y yo no acepto devoluciones.
—Entonces, también le compramos la otra.
—Bueno, la otra percha vale quince mil soles.
—¿Pero si es más chica, por qué va a costar más que la grande? — Protestaron.
Discutieron un largo rato; sin embargo, ante la inflexibilidad de El Soñador, al final, tuvieron que aceptar.
Como la cooperativa no tenía plata, nuevamente les cobró en frazadas sin el proceso de perchado. Después de percharlas y acabarlas en Lima, quedaron muy bonitas. Demoró cerca de un año para vender todas, pero recuperó su dinero.
Al término de las operaciones de compra y venta de la maquinaria de “La Estrella”, le quedaron unos cuantos telares con los cuales se inició como industrial. Fue duro para él pasar de comerciante a pequeño industrial. La industria era más compleja; la de El Soñador, en particular, mucho más, porque tenía sólo un proceso intermedio: el de tejido. Era dependiente del abastecimiento de hilado y del servicio de acabado, procesos que tenía que contratar.
Los problemas fueron múltiples. Un día, su socio, a quien tanto se había afanado en enseñarle el manejo del negocio, lo abandonó para formar una nueva compañía y hacerle la competencia. Lo reemplazó por Carlos —un trabajador de la empresa—, a quien, por su aspecto, lo llamaban “Gordo”. Éste había empezado como trabajador manual y con el sueldo mínimo legal. Cuando El Soñador se percató que era muy trabajador e inteligente, fue dándole cada vez mayores responsabilidades e incentivos salariales. El “Gordo” se convirtió en su hombre de confianza.
Lamentablemente, meses después, descubrió que el “Gordo” le estaba robando. Tal fue la decepción de El Soñador, que ya no confió en nadie. Cerró su oficina y la trasladó a su casa. Desde ese momento, su esposa se constituyó en su principal colaboradora. Si bien incomodó físicamente su hogar, la medida resultó positiva. Descubrió que su mujer tenía una capacidad de trabajo increíble y que sus hijos eran buenos colaboradores. Por un buen tiempo, las cosas marcharon bien.
En tres oportunidades, los terroristas asaltaron a los camiones que transportaban su mercadería a provincias. Los transportistas, según ley, sólo le reconocieron siete veces el valor del flete, equivalente a menos del diez por ciento del valor de la mercadería. En esta época, campeaba el terrorismo y no existía protección alguna a las unidades de transporte, y, a veces, los propios choferes hurtaban la carga y le echaban la culpa a los “terrucos”.
En otra oportunidad, creyó que por fin saldría de pobre. Fue cuando un ejecutivo de una compañía japonesa viajó al Japón con muestras de los productos de El Soñador. A su regreso, le dijo que las frazadas habían tenido gran aceptación. Le hizo un primer pedido de prueba y le manifestó que si cumplía con el mismo, los próximos pedidos serían mayores y pronto se harían ricos.
—Hay que tener en cuenta —dijo el ejecutivo—, que en Japón duermen en el suelo sobre una tarima delgada; no usan sábanas y hace mucho frío. También, según cuentan, durante la segunda guerra mundial cada soldado japonés tenía un capote de tela de alpaca. Muchos de ellos se salvaron de morir congelados gracias a estos capotes. Esto lo recuerdan y comentan los veteranos de guerra; por ello, los tejidos de este auquénido tienen mucho prestigio y gran demanda en el país del sol naciente.
Lamentablemente para El Soñador, la dependencia de terceros fue fatal. El hilado lo había adquirido de una hilandería a cuyo dueño le advirtió: “Lo importante será cumplir con los plazos de entrega y las especificaciones. Si cumplimos, todos nos beneficiaremos con nuevos y mayores pedidos”.
Semanas después, recibieron un télex del Japón, el cual decía que se sentían defraudados, pues habían analizado la mezcla de materia prima y ésta no tenía el porcentaje de pelo de alpaca convenido (ochenta por ciento); es más, no llegaba ni al cincuenta. Esto lo comprobó, El Soñador, con un análisis hecho en la Universidad Agraria. No pudo cobrar la exportación realizada, perdió la credibilidad y el sueño durante muchos días.
El destino quiso darle otra oportunidad. Otra firma japonesa de prestigio le hizo un pedido de prueba. Esta vez elaboraron el hilado y realizaron el acabado en otra fábrica. El resultado fue excelente y, al poco tiempo, le hicieron otro pedido mayor. El Soñador quiso contratar la producción con dicha fábrica, pero el gerente le contestó que como ellos realizaban la mayor parte de los procesos, también se encargarían de la exportación. A él sólo le pagarían una pequeña comisión por la venta.
—Si quieren exportar, consíganse sus propios clientes. Yo me voy con mi cliente a otra parte —contestó encolerizado. Pero no encontró ninguna otra fábrica que garantizara la calidad y, ambos, perdieron la oportunidad de venta.
Para colmo de males, El Soñador tuvo un problema laboral. Él contrataba constantemente a una señora y a sus hijas, quienes eran tejedoras de croché. Un día, la señora le pidió que les diera trabajo a su esposo y a su hijo, quienes se encontraban desocupados hacía mucho tiempo. El esposo trabajó con él sólo unos meses, pero el hijo se quedó. Fue capacitado y promovido. A pesar de ello, al cabo de un tiempo, éste, encabezando a un grupo de trabajadores, le inició una injusta y ruin demanda salarial.
El Soñador ganó la primera instancia, lo que disminuyó las pretensiones de los demandantes. Llegaron a un arreglo, pero con un alto costo para la empresa.
Después vendría la crisis económica del país, con una tremenda hiperinflación; el incremento del terrorismo, que arruinó el turismo y ocasionó el cierre de muchas de las tiendas de productos de alpaca; y, a todo esto, se adicionó la enfermedad de El Soñador, que tuvo gran incidencia en su economía.
—Mi destino no fue hacer dinero —diría después—. Quizás tenía razón mi socio cuando decía que yo soy piña. Quizás tenga algún defecto; por ello todo el mundo me estafa. Quizás no me interesa mucho hacer plata. ¿Quizás? ¿Quizás? ¿Quizás?...
14. EL AGENTE DOBLE
Desde el Campo de Marte, Enrique, El Soñador, seguía soñando, soñando, soñando y, arrobado, trasladó sus recuerdos a otra escena...
Él sólo tenía cuarenta años; pero, con la cabellera plateada, la espalda encorvada y varias arrugas en su frente, aparentaba tener diez años más. Las dificultades económicas de su negocio lo agobiaban y lo estaban acabando.
—Ingeniero, ha venido el señor Manuel. Quiere verlo —le dijo su secretaria.
—¿Qué Manuel? —preguntó El Soñador.
—Su socio.
—¡El traidor ese! ¡Ya no es mi socio!
—Bueno... el que fuera su socio.
Ya había transcurrido más de cuatro años desde que Manuel, después de abandonarlo para formar otra empresa, le había hecho la competencia logrando amasar una gran fortuna; mientras que El Soñador, ahora, estaba al borde de la ruina.
—¡Dile que no quiero verlo! ¡Ni ahora, ni nunca! —gritó arrebatado, El Soñador.
Pero antes que terminara de hablar, Manuel ya estaba dentro de la oficina; quien, con su gran estatura y su constitución atlética, mostraba una figura imponente.
—Tienes razón de estar molesto, pero te ruego me perdones. Por lo menos, que me escuches. Si quieres, después me escupes en la cara. Yo lo aceptaré y me iré tranquilo.
Sorprendido, ante tales palabras, El Soñador contestó: —Bueno... habla, pero que sea rápido.
—Durante estos dos años he tenido un gran sentimiento de culpa. Quiero disculparme y recompensarte... Me he enterado de que tu empresa está quebrando y creo que yo puedo evitarlo.
—¿Como?
—Tengo un pedido enorme de frazadas, el cual no puedo atender yo solo. Tendré que juntarme con otro productor. Y, ¿con quién mejor que contigo?
—Pero si los precios internacionales están por los suelos.
—Eso no importa. Yo te pagaré un veinte por ciento más que el promedio.
El Soñador pensó inmediatamente: “No existe nada gratis en esta vida, seguro que se trata de algo turbio y deshonesto”.
—Tengo dificultades económicas, pero no estoy desesperado. Recurre a otra parte... No me interesa.
—Pero si ésta es la oportunidad de tu vida.
—¡Te digo que no! Yo no puedo actuar sin escrúpulos. Retírate por favor, que tengo muchas cosas que hacer.
—Si cambias de parecer, llámame. A tu secretaria le he dejado mi tarjeta —alcanzó a decir Manuel, antes de retirarse.
La actividad textil de El Soñador lo vinculaba constantemente con clientes extranjeros; de tal manera que, una semana después de la extraña visita de Manuel, uno de ellos se le presentó como Mr. Mougham, un importador norteamericano, y se mostró interesado en sus productos de alpaca. Luego de varias consultas referentes a precios, características técnicas y plazos de entrega, adquirió algunas muestras.
—De acuerdo con estas muestras, haré imprimir un buen catálogo. Creo que será un éxito —dijo Mr. Mougham—. En mi país se vende mucho a través de catálogos.
—Nosotros no lo defraudaremos con la producción; cumpliremos con la calidad y las fechas de entrega.
—Bueno, por el momento, creo que ya hemos terminado con los negocios; sin embargo, me gustaría cenar con usted. Lo espero en la noche. Estoy alojado en el César Hotel.
—Gracias. Allí estaré.
Durante la cena, hablaron de diversos temas. Hasta que en un determinado momento, Mr. Mougham tocó el problema del narcotráfico. A partir de ese momento, fue el único tema de la conversación. El Soñador era un acérrimo enemigo de ese flagelo de la humanidad y Mr. Mougham parecía coincidir plenamente con él.
—El narcotráfico hace tanto daño a los jóvenes consumidores, como a las autoridades. Corrompe con el chantaje y el soborno a las dependencias policiales y judiciales —dijo El Soñador.
—Deberíamos hacer algo.
—Ah... Si pudiéramos hacer algo. Pero es casi imposible.
—Casi... Sólo casi.
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Está usted convencido que, de poder hacer algo... lo haría?
—No lo dudaría.
—¿A pesar de ser peligroso, se arriesgaría? —preguntó Mr. Mougham
—Por supuesto, tomaría todas las precauciones necesarias.
—¡Así se habla! Todo el mundo critica, pero nadie asume responsabilidades. Debe usted saber que en el sector textil hay muchos individuos involucrados.
—Supongo que las exportaciones son estratégicas para el negocio sucio.
—Correcto. Le contaré. Yo soy un antiguo miembro de la DEA, organización internacional que lucha contra el narcotráfico. Y creo que usted, por su actividad y su integridad, podría ser un valioso colaborador.
—Me siento muy honrado. Pero... ¿En qué podría colaborar este humilde servidor?
—Confiamos en usted, porque lo hemos venido investigando y estamos convencidos de su honestidad. Pero no podemos decir lo mismo del que fuera su socio.
—¡Manuel!... ¿Está involucrado?
—Exactamente. A propósito... ¿Cómo andan sus relaciones con él?
—Mal. La última vez que lo vi, prácticamente lo boté de mi oficina.
—¿Cree usted que podría reconciliarse?
—Le costaría mucho a mi orgullo, pero si sirviera para la causa de la justicia, me sacrificaría. ¿De qué se trata?
—Mire, por experiencia sabemos que es mil veces preferible coger a los narcotraficantes en los Estados Unidos. Cuando lo hacemos en algún país de Sudamérica, muchas veces, los gobiernos están coludidos con los delincuentes y no logramos destruirlos. Usted tendría que ayudarnos a lograr un gran envío a mi país; para luego, capturarlos y detenerlos allá. Generalmente, los cabecillas no participan personalmente en las operaciones; pero, cuando les quitamos la mercancía, sufren un gran daño económico y los dejamos sin secuaces. Eso es lo mejor que podemos hacer.
—¿Cómo lo lograremos?
—Yo estoy fungiendo ante él como un cliente de cocaína. El embarque sería dentro de un lote de frazadas.
—Ya comprendo. Esta fue la razón por la que este desgraciado me habló de pagarme un sobreprecio por un envío consolidado.
—Sólo nos falta que usted llame a Manuel y acepte su oferta.
—Como esto es algo muy serio, que podría tener fatales consecuencias; disculpe que le haga la siguiente pregunta: ¿Cómo sé que usted no es un cómplice de Manuel?
—Muy fácil. Lo espero mañana en el local de la DEA.
Al día siguiente, en el local de la DEA, Mr. Mougham le presentó al jefe de la división, a Mr. Francis. El Soñador, impresionado, mientras salían de las oficinas, comentó: —Nunca me imaginé tantos sistemas de seguridad.
—Imagínese, si no tomáramos estas precauciones. A propósito de ello, por nada del mundo deberá usted olvidar el teléfono y la clave que le hemos pedido memorizar; y, ante cualquier problema, deberá comunicarse de inmediato.
Posteriormente, fueron muchas las reuniones en las que hicieron los preparativos y lo capacitaron. Hasta que un día, en forma imprevista, El Soñador recibió una llamada telefónica.
—Soy Mougham. Esto ya no es un simulacro. Las cosas se han precipitado y tendremos que actuar con urgencia. Venga a verme dentro de una hora. Pero es sumamente importante que sea puntual, de esto puede depender el éxito de la operación.
Mougham, le dio la dirección, le explicó que era un edificio alto y que lo esperaba en el último piso, en la puerta del ascensor.
Antes de despedirse, sincronizaron relojes y se desearon buena suerte.
El Soñador cogió su carro y partió al instante. Se sintió tenso y, durante el trayecto, estuvo a punto de chocar.
—Tengo tiempo suficiente —pensó—. Será mejor que disminuya la velocidad.
Poco a poco, se fue serenando. Cuando ubicó el edificio, aparcó su automóvil aproximadamente a quinientos metros, tal como se lo habían recomendado: “Ni muy cerca, ni muy lejos”. Como faltaban diez minutos para la cita, caminó muy despacio para que transcurriera el tiempo. Llegó a la puerta del ascensor y, después de esperar varios minutos sin que se abriera, lamentó haber perdido tiempo. Ya se disponía a utilizar las escaleras, cuando la puerta se abrió. Entró rápidamente, pero estaba tan nervioso que se equivocó y la puerta, que ya se estaba cerrando, se abrió nuevamente. Justo, en ese momento, se aproximaban varias personas. Tuvo que esperar que subieran; luego, el ascensor paró en varios pisos donde bajaron pasajeros. Faltando dos pisos para llegar bajó el último, quien le dijo:
—¿Adónde va? Los dos últimos pisos están desocupados.
Nervioso, pero acertado, se le ocurrió decir:
—Gracias, ya lo sé, justamente estaré a cargo de la remodelación.
El Soñador suspiró cuando, al fin, llegó al último piso. Anhelante, esperó que se abriera la puerta. Cuando ésta se descorrió, la transpuso y pudo comprobar que se encontraba en un ambiente oscuro y abandonado. Mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra, veía cómo una sombra débil se convertía primero en un cuerpo opaco y después, con horror, pudo identificar que se trataba del cadáver de una persona. Tenía un agujero de bala en la frente.
—¡Dios mío, si es Mr. Mougham!
Intentó regresar al ascensor, pero este ya se había ido. Vislumbró unas escaleras. Espantado como estaba, no quiso esperar y bajó corriendo. No se detuvo hasta llegar a su automóvil. Subió al mismo y mientras prendía el motor pensó que tenía que llamar urgente a la DEA; sin embargo, se percató que se había orinado y que estaba empapado de sudor.
—Primero iré a mi casa —se dijo.
Lo pensó mejor y se fue directamente al local de la DEA. Donde pidió que lo comunicaran con Mr. Francis, el jefe de la División.
—Pase usted y sígame —le dijo un agente.
—¡Es una emergencia! A Mr. Mougham lo han asesinado y creo que fue Manuel, mi antiguo socio.
—Cálmese, no se preocupe, el jefe nos espera. Ya nos contará usted todo.
—¡Qué susto! Si usted supiera por lo que he pasado.
Mientras se desplazaban por los corredores del edificio, El Soñador seguía contándole su desagradable experiencia, hasta que llegaron a una oficina. El agente la abrió y dijo: “Pase”.
Sorprendido, El Soñador se vio frente a frente, cara a cara, nada menos que con Manuel, su ex-socio. Pensó que se desmayaba. El agente lo sostuvo y lo hizo sentar en un sillón.
—Beba usted —dijo Mr. Francis, entregándole un vaso con agua—. Ha perdido usted el negocio, pero no la vida. Mougham intentaba liquidarlo luego de acabar con Manuel para quedarse con el dinero que le dimos. Sin embargo, veníamos sospechando hace tiempo que él se había vendido a una banda de narcotraficantes.
—Y él jamás se imaginó que yo era un agente doble... por supuesto, a favor de la ley —agregó Manuel.
—¿Qué podría pasarme? ¿Qué riesgo corre mi familia?
—Nada podrá pasarles, estamos seguros de que ninguna información tuya se filtró a los mafiosos. En este caso, Mougham actuó solo. Sus intenciones eran quedarse con el dinero de la DEA y echarle la culpa a la mafia. Le dimos quinientos mil dólares para una supuesta compra de droga —dijo Manuel.
—Me utilizaste sin mi consentimiento —dijo indignado El Soñador.
—Inconscientemente, al vincularte comercialmente con Mougham, te viste involucrado en el problema —dijo Manuel—. Cuando descubrimos que figuraba tu nombre en su agenda, antes de que él te visitara por primera vez, ya sabíamos que lo haría. A partir de ello, lo único que hicimos fue protegerte. Yo también corrí mis riesgos, si no fuera por la acción rápida de Mr. Francis, estaría muerto.
—También por mi buena puntería —agregó Mr. Francis, quien rápidamente sacó de la funda su pistola, la giró un par de veces alrededor de su dedo índice y la volvió a guardar.
—Por favor, no jueguen con armas que para sustos ya he tenido bastante.
Con la necesidad que tenían de desahogarse, como si hubieran contado el mejor chiste del mundo, rieron a más no poder...
15. ELLA Y ÉL
Escudriñando, El Soñador logró identificar una marca en un árbol del Campo de Marte. Se veía casi ilegible, pero él sabía que correspondía a un corazón que encerraba a dos nombres: el de su amada esposa y el suyo.
Viejos recuerdos acudieron a su mente soñadora; mas, de toda aquella etapa, sólo le quedaba una sutil remembranza.
Más de medio año había transcurrido, sin embargo; en su recuerdo, permanecía todo tan claro como si ayer se hubiera separado de su esposa. Este recuerdo se hacía más vivo con la quietud del anochecer. Todo entonces resucitaba de pronto en su memoria, y el recuerdo se hacía luego ensueño, se mezclaba en su mente con imágenes del futuro. Ya no estaba enfermo… Vagabundeaba, balbuceaba y no miraba a los que le rodeaban. Sus ensueños eran tan cándidos y tan ingenuos que se hacía difícil no creer en ellos. Una sonrisa torció la boca del vagabundo, y su cara se congeló en una expresión embotada, de presentimientos de lejana felicidad.
Bajo la desordenada invasión de los ensueños, de poéticas imágenes del pasado y de un dulce presentimiento de felicidad, el pobre hombre aunque callado movió solamente los labios, como cuchicheando consigo mismo.
Continuó desplazándose por el Campo de Marte y al llegar a las tribunas —por segunda vez—, se detuvo. Frente a ellas había conocido a la mujer de sus sueños, a la que más tarde desposaría. Fue durante una inolvidable fiesta de carnavales, entre chisguetes de éter, talco perfumado, pica pica y serpentinas. Con nostalgia recordó aquellos momentos: cuando bailaban rock and roll y se dieran el primer beso, el que selló su amor. Tiempos felices que, ahora sabía, ya no volverían…
Al cabo de tres años se casaron; luego, procrearon tres hijos: dos varones y una mujer. Sin embargo, tras veinte años de matrimonio se separarían.
Cuando se conocieron, María, a quien la familia llamaba “Maqui”, parecía ser tímida, dócil y reservada. Con los años, se tornó habladora, dominante, crítica severa, pesimista y extremadamente realista.
Gracias a la austeridad y laboriosidad de Maqui, habían podido solventar los gastos del hogar. Ella era capaz de remendar mil veces una camisa, de preparar una comida con tan sólo agua y unas pocas hierbas o realizar varias tareas del hogar a la vez. Por ejemplo: tejía, conversaba con su hija y veía televisión; todo ello en forma simultánea; sin embargo, entendía las películas mejor que El Soñador. Ella, con sus actitudes, lo hacía sentirse inferior, lo cual lo alteraba y, a veces, lo sacaba de sus casillas.
El era fantasioso, estúpidamente romántico, optimista e infantil. Muy dado al trabajo desde joven, inició con brío muchos y variados negocios; pero nunca logró la tan ansiada tranquilidad económica, pues se las pasaba de fiasco en fiasco. Ella se lo reprochaba siempre: “No seas iluso. Ya no te metas en más negocios. ¿No ves que sólo consigues más problemas?”
Con el tiempo, él también cambió. De joven, había sido gentil, conversador y equilibrado. Luego se convirtió en un tipo a ratos neurótico y a ratos mudo, con la mente totalmente ausente.
Hacía ya algún tiempo que se habían separado, pero nunca había podido olvidarla: todavía la amaba mucho.
¡Cuánto la extrañaba! Ella era su fuerza, su espíritu de lucha, su fuente de inspiración.
Nuevas lágrimas resbalaron de sus mejillas. Luego, pensando en ella, le vino el recuerdo de aquel viaje anecdótico que hicieran juntos…
El Soñador partió en avión de Lima con destino a Juliaca, Puno y Cusco. Los primeros días del viaje serían por negocios, luego se reuniría con su esposa en la ciudad del Cusco, donde pasarían una semana de descanso antes de retornar a la capital. Después de una corta escala en Arequipa, la nave continuó a Juliaca, donde lo estaría esperando su cliente y amiga: Olga. Cerró los ojos y se puso a rememorar la anécdota que pasó con ella cuando acababa de recibirse de contadora en la Universidad “San Antonio Abad del Cusco”.
—Ya soy toda una profesional; sin embargo, aún no conozco la Capital —le había dicho.
—Te invito a pasar una semana en mi casa —le contestó él.
Al día siguiente, El Soñador retornó con el pasaje que haría realidad el sueño de Olga.
Días después, al ir a recogerla del aeropuerto de Lima, tuvo la mala suerte de que, en el camino, el auto empezara a incendiarse. Después de apagar el fuego, hubo de dejar abandonada a su esposa con el auto chamuscado. En taxi, llegó al aeropuerto con media hora de retraso. Desesperado, la hizo llamar por los parlantes, pero el perifoneo no tuvo respuesta y debió regresar donde su esposa con el corazón en la boca. Le contó lo sucedido y ella sentía morirse. Mientras regresaban a casa, luego de reparar el coche, le reprochó: “¡No te dije que este carro no es de confiar! ¿Qué le habrá pasado a esa pobre chica? ¿Qué les diremos ahora a sus padres?”.
Siguió refunfuñando durante todo el trayecto. Ni bien llegaron a casa, recibieron una llamada: era Olga, quien estaba con “so premo”. Ellos se habían encontrado en el avión y fue él quien le dio la dirección de dónde podían recogerla. A El Soñador le volvió el alma al cuerpo.
Olga era gruesa, de cara redonda, ojos y cabellos negros. Su expresión, aunque seria, trasuntaba sinceridad y bondad.
Durante toda una semana la llevaron de paseo: al Museo de Oro, al de la Santa Inquisición, al Bolivariano y a muchos otros lugares. Sin embargo, lo que más le agradó fue “El Parque de las Leyendas”, al que regresó cuatro veces.
Cuando contempló por primera vez el mar, hizo un ingenuo gesto de admiración. Sintió pánico al observar el Salto del Fraile, lugar donde las olas revientan con estruendo.
—¡Cuánta fuerza! —dijo muy impresionada—. No me lo imaginaba así. No es como el Lago Titicaca; el mar sí que golpea... y fuerte.
Fueron días maravillosos para ella. Quedó tan agradecida que, cuando El Soñador viajaba a Juliaca, siempre estaba en el aeropuerto esperándolo para recogerlo en su camioneta.
El Soñador volvió a la realidad cuando el avión aterrizó en Juliaca. Como en oportunidades anteriores, ella estaba allí esperándolo.
—Olguita, tenemos que correr. Si no me apuro, no podré continuar hoy mismo al Cusco y mañana me coge aquí la Fiesta de la Candelaria —dijo El Soñador.
La Fiesta de la Virgen de La Candelaria se celebra en el mes de enero en un cerro cercano a la ciudad. Todos llevan carros pequeños, casas de juguete y, en general, cualquier miniatura que represente lo que desean obtener. Le rezan a la Virgen ataviados con multicolores y vistosos ropajes; chupan a rabiar y bailan como trompos carretones y, sobre todo, se aparean como locos; por eso, muchas paisanas terminan preñadas.
Durante esos días, es difícil conseguir pasajes; se llenan los hoteles; cierran todos los comercios, con lo cual los negocios se tornan prácticamente nulos. Por ello, El Soñador se apuró lo más que pudo y, a las ocho de la noche, ya había terminado con todas sus gestiones.
Una hora después, partió con destino a Pucará. En este lugar, durante las noches, el frío cala hasta los huesos. El vehículo en el que viajaba tenía una luna rota y el viento helado lo estaba congelando. Junto a él iba una paisana rechoncha que dormía profunda y despreocupadamente, abrigada con una frazada gruesa. Las únicas partes del cuerpo que sentía El Soñador eran su pierna y brazo izquierdos, los cuales iban en permanente contacto con la ardiente gorda; el resto del cuerpo empezó a entumecérsele. Instintivamente, jaló un poco la frazada para cubrirse y se quedó dormido. Cuando despertó, estaba echado sobre la gorda quien, a pesar del peso, no despertaba. De haber sucedido esto, se habría percatado de que sus maternales pechos los había utilizado El Soñador de almohada.
—Fue una cuestión de supervivencia —se dijo a sí mismo.
Concluidas sus gestiones en Pucará, continuó viaje al Cusco en un automóvil de servicio colectivo. Iban el chofer y cuatro pasajeros más incluyendo a El Soñador. Cruzaban el altiplano a tres mil ochocientos metros de altura sobre el nivel del mar. A esa altitud, sólo crece el ichu, planta de la que se alimentan las vicuñas. Tuvieron la suerte de observar una manada de éstas, con sus largos y erguidos cuellos que les daban un aire de majestuosidad; desplazándose con pasos tan distinguidos que rayaban con lo presuntuoso.
Detrás del automóvil subía y bajaba el inerte polvo, formando un remolino que se perdía a la distancia. Durante varios kilómetros, vieron postes de tendido eléctrico con aguiluchos posados en sus travesaños, vigilantes y apacibles. Al acercarse el automóvil, algunos de ellos remontaban vuelo lentamente, casi con torpeza; mas, una vez que lograban altura, tornábanse ágiles y veloces.
Para un hombre como El Soñador, alto y de piernas largas, el asiento del auto le resultaba incómodo, pues le interrumpía la circulación a la altura de los muslos. Casi no podía moverse, porque, llena la maletera y la parrilla con maletas y encomiendas, los pasajeros tenían que llevar sus maletines dentro del vehículo.
El Soñador ignoró la incomodidad, ya que iba extasiado contemplando el paisaje, mientras los otros pasajeros permanecían callados o adormilados. De pronto, se escuchó un alarido: “¡Ay!... maestro, pare... ¡Ay!... ¡Pare!”.
Era El Soñador, a quien le había dado un doloroso y terrible calambre. El auto se detuvo y un pasajero lo masajeó. Se bajó y dio unos pasos. Luego de un buen rato, sintió alivio.
—Gracias. Ya me pasó. Siga, maestro —dijo.
Iniciaron nuevamente el viaje. El chofer les contó que estaban en la zona denominada “Aguas Calientes”, donde había aguas termales y volcanes enanos, los cuales eran visitados por muchos científicos con fines de estudio, pues, estos pequeños volcanes tenían un gran potencial energético. Se les podía echar agua para producir inmensas cantidades de vapor. En eso estaban, cuando El Soñador gritó nuevamente: —¡Pare!... ¡pare!... ¡ay!...
Esta vez, otro pasajero lo masajeó. Demoró mucho más en disminuirle el dolor. Reanudaron la marcha y no habrían pasado ni diez minutos cuando se repitió la misma escena. De allí en adelante, los dolores se repetirían cada vez más seguidos, cual si fueran los de una parturienta. Luego de varias paradas, los pasajeros empezaron a mirarlo con mala cara, ya que el avance era constantemente interrumpido. A uno de ellos se le ocurrió una singular idea. Le quitó los zapatos y le indicó que se sentara medio inclinado, con las piernas estiradas sobre las faldas de los otros dos pasajeros del asiento trasero. La idea no fue mala. Si bien todavía le dolía la pierna y le había salido un hematoma en el músculo acalambrado, él ya podía tolerarlo. Sin embargo, a El Soñador le preocupaba mucho el pasajero que soportaba la parte de sus pies; pues, de vez en cuando, fruncía la nariz con muestras de desagrado, sacaba la cabeza por la ventana y respiraba profundamente aire puro.
El aparentemente interminable camino de pronto se fue empinando, con perceptible inclinación. Más abajo, en el valle, a alejada distancia e irregulares intervalos, ondeaban altos y majestuosos árboles de eucalipto. Más adelante había casas cuyos techos de tejas les daban un colorido pintoresco. Estaban llegando a Sicuani, pueblo cercano al Cusco, donde por “decisión unánime” lo desembarcaron. Allí, en una posta médica, le aplicaron desinflamante inyectable y lo masajearon con una pomada. Habrían de transcurrir algunos días antes que le calmara totalmente el dolor.
Buscando un hotel donde alojarse, llegó hasta uno rústico, el cual le pareció muy acogedor. El Soñador inspeccionó una habitación. Vio que la cama era cómoda y el baño limpio. Retornaba donde la recepcionista para confirmar su alojamiento en el preciso instante que un señor, quien se le había anticipado, decía: “Una habitación con vista al mar, por favor”.
—Pero señor, si estamos a tres mil metros de altura.
—Bueee...no, pues... que sea con vista al río —contestó carcajeándose a más no poder.
—¿Me da su nombre? —solicitó la recepcionista.
—Félix Timoteo Gumercindo Caparachín Tumialán; pero me puedes llamar simplemente “Don Capa”. ¡Ja, ja, ja!...
Don Capa era muy bajo, rechoncho, con cejas superpobladas y lucía un sombrero terminado en punta: su apariencia era la de un duende.
El Soñador, luego de asegurar su alojamiento, fue a recorrer el jardín del hotel en donde pastaban unas llamas amigables a las que les habían puesto unos coquetones listones con telas de colores. Al acercarse a acariciarlas, una de ellas le lanzó un escupitajo. Él se enojó y, cual si fuera un niño, devolvió el agravio con otro escupitajo. Craso error. La bestia le lanzó otro con tanta fuerza y puntería, que le cerró el ojo derecho. Tuerto, cojeando y refunfuñando emprendió la retirada.
Decidió conocer otros ambientes del hotel. Llegó al bar, lugar decorado con lindas acuarelas y objetos de cerámica. Le provocó descansar en ese agradable y apacible lugar. Se sentó a una mesa con vista al jardín y, mientras paladeaba una cerveza, vio pasar a través de la ventana a la arrogante y agresora llama.
—Allí va esa babosa y dentona llama —se dijo a sí mismo.
Le sacó la lengua, pero la muy estúpida lo ignoró olímpicamente. Entonces, decidió vengarse. Pensó en lo bueno que sería tener a la mano la pistola de agua que le regaló a su hijo. La llenaría con agua hervida y rocoto molido; luego, le dispararía a los ojos. En esas lucubraciones estaba, cuando Don Capa, con quien se había saludado en la recepción minutos antes, que estaba sentado observándolo desde la mesa vecina, se levantó y se encaminó hacia El Soñador.
—Como tengo el ojo derecho cerrado, este tonto creerá que le estoy guiñando —pensó inmediatamente—. ¿Será “marica” y quiere coquetear o, tal vez indignado, viene a pegarme?
Sin embargo, llegado a él le preguntó: —¿Le gusta el hotel?
—Sí, claro —contestó El Soñador.
—Mucho gusto, Don Capa —dijo el inesperado visitante estirándole la mano.
—¿Cuál es su ocupación? —preguntó luego.
El Soñador le hizo una explicación detallada de su actividad textil.
—Papacho —interrumpió Don Capa—, cuéntemelo de nuevo y le invito un trago. Fíjese que tengo que grabármelo para contárselo a la Juanacha.
—Mire Don Capa —repitió El Soñador—, la lana de ovino que compro en Jauja la hago teñir en Lima; luego la envío al Cusco, concretamente al pueblo de Urcos, donde la mezclan con pelo de alpaca, la hilan y la tejen. Las telas crudas son enviadas a Lima, para el proceso de acabado. Finalmente, las regresamos al Cusco, donde mis productos son muy solicitados por los turistas, quienes se los llevan a sus países de origen. Si sumamos todos los viajes, el promedio supera los diez mil kilómetros.
—¡Ja, ja, ja!... —rió Don Capa—. Esto no me lo va a creer la Juanacha.
—Y usted, ¿a qué se dedica? —preguntó El Soñador.
—Soy vendedor de velas —contestó Don Capa—, pero como usted es textil, voy a contarle la historia de unos conocidos míos: los tres hermanos Pardo. Ellos estudiaron Textilería en Inglaterra... Pero, ¿no lo estaré aburriendo?
—No. Prosiga, por favor. Como todo buen textil, me interesa mucho.
Don Capa continuó:
—Herederos de una fortuna, y ya graduados, regresaron a su tierra donde instalaron una fábrica. Demoraron varios meses en el montaje de la maquinaria y fueron muchos los viajes al extranjero que realizaron los tres. En ese lapso, los muchachos conocieron y se casaron con tres chicas extranjeras, a quienes llevaron a vivir en la casa hacienda mientras construían sus viviendas. Lamentablemente, surgió una rivalidad tonta entre ellos, alimentada por la avaricia de sus respectivas esposas, quienes competían por tener la mejor casa. Gastaron una fortuna en la construcción de las fincas. Ya instalados en sus mansiones, continuó la competencia por los muebles, las cortinas, las alfombras y otras cosas más, importadas de Europa. Todo ello fue mellando la economía de la familia y parecía no tener cuándo acabar. Competían con la ropa, con los viajes al extranjero, con las celebraciones de grandes fiestas y otras vanidades. Llegó un día en que, habiendo vendido la fábrica, el ganado y las tierras, se acabó el dinero y sus esposas los abandonaron. Fueron tales sus penas que, como consecuencia, Víctor, el mayor de los hermanos, se suicidó; Miguel, el segundo, pasó sus últimos días en un manicomio; y Carlos, el menor de los Pardo, desapareció y nunca volvió a saberse de él.
—¡Qué historia tan triste la de los Pardo! —comentó El Soñador.
La conversación era matizada por músicos folclóricos, quienes interpretaban huaynos, yaravíes y otras hermosas melodías serranas.
—Venga, le voy a presentar al arpista. Él es mi amigo y quiero festejar con ustedes mis vacaciones —dijo entusiasmado Don Capa.
Después de presentarlos, dijo: —Ahora voy a cantar en su nombre una canción de mi tierra. Soy cusqueño de pura cepa.
Empezó a entonar una canción típica. A mitad de la misma se detuvo y dijo:
—Ahora la voy a cantar en quechua. Así, parece más dulce.
Fueron muchos los tragos y las canciones en las que Don Capa combinó el castellano y el quechua.
—¿Por qué no hacemos una pausa? Los invito a comer —dijo El Soñador.
—Disculpa, Papacho —interrumpió Don Capa—. Acá, tu plata no vale nada. Yo invito. Conozco un “huequito” donde cocinan como para chuparse los dedos. Vengan, muchachos. Ustedes también son mis invitados —dijo a los músicos.
Los condujo por una carretera de trocha, de esas que comparten los humanos con las bestias. Llegaron a una casa de adobe donde el olor y la bandera roja sobre el techo anunciaban a una picantería. Don Capa ordenó una opípara comida y chicha en abundancia.
—Realmente, la comida acá es excelente —comentó El Soñador.
—Mira, Papacho —interrumpió Don Capa haciendo alarde—. Si quieres reconocer una buena picantería, las ollas tienen que ser de barro; los cuyes deben correr por el piso; la chicha tiene que contener nata; el ambiente, estar impregnado de olor a leña.
Y así fue dando toda una cátedra de arte culinario folklórico.
Don Capa emanaba alegría y se mostraba extrovertido. Era un tipo raro inmerso en un mundo de personas reservadas y tímidas. Dijo que era el hombre más feliz de la tierra; que su empresa lo había premiado por haber superado los pronósticos de ventas en su zona; y que después de casi dos años, acababa de salir de vacaciones. Se sentía realizado en su trabajo y comprendido por su esposa a quien amaba profundamente.
—Ella me ha dejado unos cuantos billetes en el bolsillo y, también, permiso para emborracharme dos días —dijo Don Capa—. Sólo dos días, pero le estoy agradecido y pienso disfrutarlos a mis anchas.
Por un buen rato, El Soñador se olvidó del dolor de sus piernas; pero, cansado y en el límite de su capacidad alcohólica, se despidió para siempre de Don Capa. Éste lo abrazó cariñosamente.
Mientras regresaba al hotel, El Soñador pensó: “¡Qué tipo tan feliz!”.
Llegado a su habitación, notó que, por causa de la sequedad del clima, los labios se le estaban partiendo; tenía la tráquea irritada y los ojos le ardían. Por los tragos y la altura, sus movimientos se tornaron lentos y torpes, al igual que sus pensamientos. Además, le latía y dolía la cabeza. Sin embargo, él era un viajero experimentado. Conectó la ducha de agua caliente para que el vaho humedeciera la habitación. Como la cama estaba helada y sabía que prender la estufa secaría más el ambiente, pidió dos botellas con agua bien caliente; las colocó sobre la primera sábana, calculando donde estarían sus pies. Se tomó una aspirina para el dolor de cabeza y al rato dormía como un lirón.
Al día siguiente, cuando se retiraba del hotel, encontró una nota dirigida a él:
“Mi felicidad comenzó cuando perdí todo lo que tenía valor material y conocí a la Juanacha. Le deseo mucha suerte”.
Firmado: Carlos Pardo, “Don Capa”.
Muy temprano, El Soñador, reinició su viaje al Cusco. Esta vez lo hizo en un ómnibus típico: Tenía unos destartalados asientos con escasa distancia entre uno y otro, la altura del techo era reducida y se percibían desagradables efluvios impregnados en todas partes.
—¿Qué diablos hago yo aquí? —pensó.
Con un metro ochenta y seis de estatura, no cabía en los asientos y tenía que viajar parado, con la espalda y el cuello doblados. Las sudorosas cabezas de los paisanos le quedaban a la altura de la nariz. El piso iba lleno de fardos con papas y cebollas. Una gallina correteaba debajo de los asientos y, por si fuera poco, corría por el pasadizo un riachuelo de orines: unos niños y una chola adulta habían meado sin pudor.
Entre los pasajeros había una mujer obesa que olía muy mal. El calor era intenso y, sin embargo, llevaba puestas varias polleras de lana, chompa, poncho y chalina. Iba sentada sobre unos costales muy cerca de El Soñador. La gorda sacó una bolsa que contenía choclo y queso fresco; luego, otra con ají; y se puso a comer. Mientras tragaba, sudaba a mares, pero parecía no importarle. El Soñador la observaba disgustado. De pronto, el ómnibus frenó bruscamente.
—¡No!... ¡Dios mío!... —gritó El Soñador.
Perdió el equilibrio y, por inercia, fue a caer de cara sobre la anatomía de la corpulenta mujer. La cara y su boca quedaron empapadas de sudor y con restos de comida de la gorda. Sintió que su estómago era un termómetro al que con los dedos le sobaban el bulbo y el mercurio le subía rápidamente; luego, un sabor amargo en la boca: era bilis y vomitó hasta el alma.
—Acha chau, papacho. Me has ensuciado. ¿Acaso estás huascaaa?... —dijo la gorda.
El chofer al verlo todo maltratado lo invitó a sentarse en un banco cerca de la puerta. Se acomodó como pudo y, no obstante la incomodidad, se quedó dormido.
Horas después, despertó a los gritos de ¡Urcos!... ¡Urcos! Inmediatamente el ómnibus se llenó de vendedores de gaseosas, alfajores y potajes típicos de la región. Los vendedores, tanto al ingresar como al salir, empujaban a El Soñador, quien, molesto, tuvo que pararse.
El pueblo de Urcos le era muy familiar. Durante años había viajado a ese lugar para de allí seguir a Huaro, pueblo donde quedaba la “Cooperativa Textil Urcos”. Al pasar el ómnibus por la Parroquia de la localidad, le vinieron a la memoria otros recuerdos.
Recordando cuando con su socio llegaron por primera vez a esta misma iglesia con una recomendación para el párroco, quien se encargaría de presentarlos a los directivos de la cooperativa.
Aquella vez, el padre Carlos —que así se llamaba el cura— les invitó cebiche de machas deshidratadas, mientras les contaba sobre los talleres donde enseñaban carpintería y las costumbres pueblerinas. Para entonces, ya se habían tomado por lo menos cuatro copas de pisco cada uno.
De regreso al Cusco, El Soñador padeció los estragos del soroche y de la borrachera de padre y señor mío que se había pegado. En su cabeza, sentía girar las aspas de un helicóptero y su estómago bailaba la conga. Su socio, Manuel, salió corriendo en busca de una botica. Las medicinas que trajo le hicieron efecto, pues, luego de botar al diablo, halló un poco de paz y pudo conciliar el sueño.
Recordó también las mutuas acusaciones que se hacían por la suerte “piña” que siempre los acompañaba: no salían los vuelos, el ómnibus se malograba, en el hotel no había cupo... Sin embargo, por las peripecias de este último viaje parecía comprobarse que el piña era él. Por fin llegó al Cusco. A El Soñador, el viaje le había parecido interminable, aunque lo animaba la alegría de saber que en unos minutos más estaría en la casa de su hermana, quien residía en esa ciudad. Luego de un reparador baño, se enfrascó en una amena conversación con ella, su cuñado y sus sobrinos.
El día siguiente, que era domingo, lo disfrutaron paseando por el Valle Sagrado de los Incas, gozando del paisaje y del esplendoroso sol, admirando los andenes de diferentes tonos verdes, las pintorescas casas con jardines llenos de flores de retama, los árboles de eucalipto; el zigzagueante río Vilcanota y los altos y nevados picos.
Almorzaron en una pradera y se dispusieron a dormir la siesta. Al poco rato, despertó por el intenso calor. Vio que, a corta distancia, un chiquillo pescaba en un manso y cristalino riachuelo.
—Debe ser muy agradable darse un chapuzón en ese arroyo —le comentó a su hermana.
—¿Por qué no te bañas en calzoncillos? —le contestó.
Ni corto ni perezoso, se puso en paños menores y se zambulló en el riachuelo. El baño duró sólo unos segundos, pues, aterido salió del agua como impelido por un resorte. Estaba medio morado; le dolían los testículos y los dientes le rechinaban cual castañuelas. Debieron masajearle las piernas, pues, estaban heladas, frías como la nieve de cuyos deshielos nacía el riachuelo. Cuando regresaron al Cusco, llegó con una tos ferina.
—Estoy por creer, como dice Manuel, que el piña soy yo —se dijo El Soñador.
Tal como lo planearon, al día siguiente llegó su esposa para pasar juntos una segunda luna de miel. Encontró a El Soñador agripado, mal del estómago y con una pierna acalambrada.
—Mira si no eres una calamidad —le dijo Maqui—. ¿Para esto me haces venir hasta el Cusco? ¿Para que te sirva de enfermera?
Superados sus problemas de salud, disfrutaron de unos maravillosos días. Visitaron Machu Picchu, Sacsayhuamán, Kenko, Piquillacta, Písac y Ollantaytambo.
Maqui ayudaba a su esposo en el negocio textil. Ella se encargaba de las cuentas corrientes y de la atención telefónica a los clientes. Adquirió tanta práctica, que se diría que entendía mejor que El Soñador la “motosidad” en el hablar hispano-quechua de los clientes de la región andina. Graciosa fue la anécdota que les sucedió con Víctor Mamani, uno de ellos.
—En esta época se venden muchos “helados” —dijo Víctor.
—¿Con este frío? —contestó sorprendido, El Soñador.
—Amor, se refiere a la demanda que tienen los “hilados” —le aclaró, auxiliándolo su mujer.
—“Doña Elvira”, ahora que la conozco, quiero invitarlos a comer en una buena picantería —dijo Víctor dirigiéndose a Maqui.
En todas las guías y facturas de la empresa figuraba la dirección “calle Doña Elvira 145”; de allí, la confusión. Había clientes que pensaban que ese era el nombre de la esposa de El Soñador.
Víctor les invitó a comer “sopa de polleras”, plato típico elaborado con uno de los cuatro estómagos del carnero: el libro.
Maqui nunca había probado tal potaje.
—¡Sabe a diablos! Es duro como un pedazo de llanta. Jamás he sentido un olor tan fétido —pensó.
Por educación, tuvo que comérselo íntegramente, acompañando cada bocado con un sorbo de chicha y una cuchara de ají. Sólo así y lentamente, pudo terminar el potaje.
—Otro día les invito sopa de cabeza —amenazó Víctor.
Maqui dirigió la mirada en torno del local. Vio que a una mesa vecina servían una de esas sopas: contenía, en medio de un caldo lechoso, un pedazo de sesos con sus venas rojas y flotaba un ojo de carnero que los miraba fijamente.
—Gracias, Víctor —contestó Maqui por cumplir. Sin embargo, en secreto, le hizo prometer a su esposo que jamás lo permitiría.
Muchos turistas llegan al Cusco en esa época. El Soñador, viajero experto, sabía que deben asegurarse los pasajes de retorno con anticipación. Esta vez, inexplicablemente, no lo había hecho. Esto los llevaría a vivir una odisea inesperada.
Después de intentar infructuosamente conseguir pasajes para Lima, decidieron viajar a la ciudad de Ayacucho, de donde podrían continuar a la capital por vía terrestre. Al bajar en el aeropuerto de Ayacucho y, luego de mucho esperar, les informaron que por exceso de peso sus maletas se habían quedado en el Cusco. La espera en el aeropuerto les complicó aún más las cosas. Cuando buscaron un taxi, ya no había ninguno. Tuvieron que viajar en un microbús hasta la Plaza de Armas. De allí, con sus maletines en mano, se encaminaron al Hotel de Turistas, que era el mejor de la ciudad. El retraso en el aeropuerto y la época turística se confabularon en contra de la pareja: el hotel estaba copado; no había habitaciones disponibles.
En taxi, se dirigieron a otro hotel de menor categoría. Tampoco tenía habitaciones disponibles. Y así, fueron rebajando de categoría, de hotel en hotel... Todos tenían las habitaciones copadas.
—¡Nunca más viajo contigo! ¡Eres un piña! —le dijo su esposa.
Cuando ya estaban pensando que dormirían en una banca de la Plaza de Armas, encontraron una humilde pensión con un cuartucho disponible. Era mejor que nada, pero realmente el cuarto era inmundo: no tenía baño, daba a un corralón y la puerta se cerraba con un candado que parecía de juguete. La mayor preocupación de El Soñador era el maletín lleno de dinero que portaba, producto de las cobranzas que había realizado en el Cusco y que no había tenido tiempo de depositarlo en el Banco.
Conversando con la dueña, ésta les comentó: “Lamentablemente, ustedes son sólo dos personas. Tengo otro dormitorio disponible, pero éste tiene cinco camas ¿No podrían ustedes conseguir tres turistas más?”.
Pidieron conocer la habitación. Constataron que era de construcción noble, con baño incluido y todas las seguridades del caso.
—No ocuparemos todas las camas, pero sí se las pagaremos —dijo El Soñador.
Ya instalados en la “hiperhabitación”, El Soñador, cual si fuera un niño, se puso a jugar saltando de cama en cama.
—¿En cual de éstas quieres que te haga el amor? —dijo El Soñador con una sonrisa sarcástica.
Maqui, inclinó la cabeza, dirigió sus ojos mirando al techo y, retándolo, le contestó: “En cada una de ellas”.
Después de acomodarse, fueron a almorzar, luego, a la central telefónica para comunicarse con los padres de Maqui. Mientras ésta hablaba con su madre, empezó a llorar. Él pensó que algo les había pasado a sus hijos. Ella después le comentaría que habían intentado robar en su casa.
—Mi mamá me dijo que no nos preocupáramos; que no habían logrado robar nada. Pero seguro que nos han vaciado la casa y mi mamá, para no preocuparnos, no nos ha dicho la verdad. ¡Quiero regresar inmediatamente a casa! —insistió Maqui.
Como se puso histérica, decidieron regresar en el acto a Lima. Nuevamente aparecieron los problemas. No había pasajes en ninguna empresa de transporte terrestre hasta el siguiente mes. Sintieron que el mundo se les venía abajo.
—Hay una empresa de transportes que va por la carretera “Los Libertadores”, aunque es una ruta un poco accidentada —dijo el taxista.
—Llévenos a esa empresa —le pidieron.
A los pocos minutos, estaban en una Cooperativa de Transportes.
—¿Hay pasajes para los próximos días? —preguntó El Soñador.
—Sí, “papacho”, para mañana a la una de la tarde —contestó el encargado.
Pensaron que al fin se les había acabado la mala suerte; que si les entregaban al día siguiente sus maletas, tal como les habían prometido, saldrían inmediatamente de retorno a Lima. Hasta tuvieron tiempo de hacer un poco de turismo.
Al día siguiente, las cosas empezaron bien: les entregaron sus maletas.
Compraron algunos regalos, almorzaron y se dirigieron a la agencia de transportes una hora antes de la indicada, como queriendo asegurarse de que todo marchara bien. Se sentaron a esperar. El ambiente era mal oliente y casi todos hablaban en quechua. Uno de los paisanos sacó coca de un “huallqui”, la mezcló con cal de su “shipina” y se puso a chacchar.
Llegó la hora indicada para la partida: una de la tarde
—¿Ya salimos? —preguntó El Soñador.
—Estamos un poco retrasados, papacho —le contestaron.
Pasaron dos horas y El Soñador ya estaba angustiado.
—¿A qué hora salimos? —preguntó por enésima vez.
—Paciencia, taita; están arreglando el ómnibus para ponerlo a punto.
—¿Dónde está el ómnibus? —preguntó ya irritado.
Mientras le informaban la dirección del garaje, el coquero le comentó: “Sí, papachu, riclama pue; sun harto incumplidus; tinían tris onidades; ya solu tienin ono; otrus dos ya cayerun al pricipiciu.”
Llegaron al garaje y vieron a dos hombres debajo de la máquina.
—Ya prácticamente hemos arreglado el desperfecto —comentó uno de ellos—. Nosotros dos somos los únicos choferes y mecánicos de la empresa. Éste es nuestro tercer viaje consecutivo sin descansar; pero no se preocupen, dormiremos un par de horas y luego saldremos.
—Con razón a esta agencia le sobran los pasajes —dijo Maqui—. Los pasajeros se juegan la vida.
Después de pensarlo mucho y mientras tomaban un café y sabiendo que ya no encontrarían desocupado el alojamiento que dejaron, decidieron embarcarse.
Fue el viaje más helado de sus vidas. Para aliviarse del gélido frío, tuvieron que poner debajo de sus ropas los muestrarios de tela que El Soñador llevaba para ofrecer sus productos. Subían y bajaban cual cabras por las nevadas cumbres y los vertiginosos e inacabables precipicios. La carretera parecía una escalera celestial. Maqui se sentía desamparada en los abismos que tanto temor le inspiraban desde pequeña, y la carencia de servicios higiénicos en el vehículo y la continencia le ocasionaron un cólico insoportable.
El sol se ocultaba, los objetos perdían sus formas; todo se fundía en una masa informe, al principio gris y luego negra. Cada vez estaba más obscuro.
En algún lugar, donde se leía un letrero indicando que era el punto más elevado de la carretera, pararon para tomar algo caliente.
—Aprovecha para orinar —dijo El Soñador. Pero ella movió la cabeza en señal de ¡no!
Hacía ya unos minutos que habían quedado envueltos en las tinieblas de la oscuridad nocturna, a la vez que las estrellas lucían con un brillo cada vez más claro.
Él bajó y se sirvió lo único que ofrecían: jugo caliente de membrillo. Le pareció tan delicioso y entonador, que repitió la bebida tres veces.
Al regresar al ómnibus, quedó extasiado al contemplar el cielo más lindo que jamás había visto: cual luciérnagas, las estrellas se encendían y apagaban dando la sensación de un inmenso salón de baile con luces psicodélicas. Reanudado el viaje, durante algunos minutos continuaron disfrutando del maravilloso espectáculo celeste y sus lucecitas centelleantes; hasta que, tal como un aguilucho salta del restricto nido, con inejercitadas alas, para gozar de la libertad y belleza del mundo, el ómnibus se hundió por el escabroso valle. Ellos no de atrevían a mirar atrás ni a los lados; porque el camino era sumamente escarpado y estrecho. El cielo perdió su delicado azul y se puso gris. Pronto estalló una tormenta que humedeció todo el camino. El frágil vehículo, que se hundía constantemente en el suelo fangoso, parecía que ya no podría lograr continuar; sin embargo, surgió una inexplicable energía y siguió adelante. Finalmente, en un sector de la vía más llano y tranquilo, muy agotados, Maqui y El Soñador se quedaron profundamente dormidos.
Cuando despertaron, casi los ciega la blancura del sol que apuntaba con sus rayos de luz toda la ruta. A uno y otro lado del vehículo se desvanecían campos verdes en la lejanía del horizonte. Ya estaban en Pisco; de allí en adelante, el camino sería asfaltado, el clima templado y tendrían la permanente compañía del Océano Pacífico.
Finalmente en casa y mientras él calculaba cuánto les habían robado, Maqui se metió al baño por un par de horas, donde debió perder varios kilos.
—¡Qué viaje tan accidentado! —pensó El Soñador—. Ahora admiro mucho más al Ejército Libertador que transitó por esa ruta y que, en su honor, ahora lleva su nombre. Recordó que en la campaña libertadora sólo unos cuantos oficiales se desplazaban a caballo, la tropa lo hacía a pie. Y cuando llegaron a Ayacucho, no fue para descansar, sino para librar toda una heroica batalla que sellaría nuestra independencia —siguió pensando—. También me inspira más respeto la labor que realizaban los vendedores antiguos. Ellos viajaban junto con la mercadería y a lomo de bestia. No existían las transferencias bancarias y constantemente eran asaltados. Los viajes duraban meses y los hoteles no tenían teléfono ni agua caliente.
Después vendría la crisis económica del país y la salud de El Soñador se quebrantaría; consecuentemente, su negocio entró en crisis. Un día, al ver que su situación ya era insostenible, le comentó a su esposa: “¿Tal vez soy piña o tengo algún defecto? Pero no te preocupes. Los dioses nos han fijado el campo y las reglas del juego. Los jugadores tenemos normas de acción y un tiempo para realizarlo. Hasta el día de hoy, nuestra participación, creo, puede calificarse de excelente. No hemos transgredido las reglas del juego y tenemos tres valiosas joyas: nuestros tres hijos”.
16. SUS HIJOS
La mente de El Soñador evocó muchos momentos felices que pasó con sus hijos. Recordó cuando nacieron, cuando dijeron sus primeras palabras, cuando dieron sus primeros pasos y muchas cosas más. Con ellos, fue varias veces a pasear a la playa, también al campo; sin embargo, lamentó mucho haber dedicado tanto tiempo al trabajo, robándoselo al que pudo pasar con sus hijos. Ahora ya no tenía ni plata ni tiempo.
Dormitando y soñando con sus hijos, como un niño, o como un anciano, pasó muchas veces del llanto a la sonrisa; otras tantas, de la sonrisa al llanto…
Fiorella, su hermosa e inocente hija tenía sólo tres años, cuando apareció un pericote en la sala de la casa. Él, rápidamente, levantó a su hijita, la colocó sobre un sillón poniéndola a buen recaudo, y se fue a buscar una escoba. Mientras tanto, el pericote desapareció.
—¡Ya se escapó! —dijo El Soñador.
—No importa papito, mañana compraremos otro —le contestó ella.
Unos días después, ella se le acercó corriendo y le dijo:
—Papito, ha venido la mamá del pericotito. Está en el baño.
El Soñador vio una cola que colgaba del tubo de abasto. El apéndice del animal era tan largo, que no podía ser otra cosa sino una rata gigante. Heredero de un miedo genético, salió corriendo. Una vez fuera del pequeño baño cerró la puerta, llamó a su cuñado con quien se armaron de escobas, e iniciaron un combate a muerte.
Encerrados en el baño, corrían de un lado a otro persiguiendo al animal. Éste daba vueltas alrededor de ellos sin que pudieran acertarle un solo golpe. Hacía calor y el espacio era reducido, lo que les hacía transpirar mucho. A ratos, muy agitados, se detenían a respirar. También la rata se detenía a tomar aire y ellos veían cómo el tórax se le inflaba al ritmo de su respiración. Eran muchos los latidos por minuto, tanto los del corazón de la roedora como los de sus perseguidores. Luego de una pausa, reiniciaban las correrías durante las cuales gritaban mucho, no sé sabía si para infundirse valor o de puro espanto. Hasta que al fin, alguien acertó un escobazo. Fue en ese momento que escucharon el gemido lastimero de la rata, parecido al llanto de un bebé. La adrenalina podía olerse a un kilómetro de distancia; sin embargo, a los pocos minutos, curados de espanto, los vencedores sacaban pecho contando su heroica hazaña.
Luego, con placer, recordó cuando sus dos hijos varones jugaban por el seleccionado de basketball del colegio. Él no se perdió de ver ningún partido.
También recordó aquel fabuloso viaje; cuando llevó a sus hijos a la selva Amazónica. Una noche, salieron de excursión a pasear en canoa para escuchar los ruidos nocturnos de la selva.
—¡Qué tiempos tan hermosos! —pensó—. Pero, se fueron tan rápido…
17. EL PESCADITO FUISTE TÚ
Antiguamente, en el Campo de Marte había una laguna; posteriormente, la secaron y crearon allí un complejo deportivo con varias piscinas. A “El Soñador”, al pasar por ese lugar, le vinieron a la mente varios pasajes de su niñez, cuando con su amigo “El Tuerto” alquilaron un bote y pasearon a remo. Ese día, cogieron en un balde varios pescaditos de colores.
—Sí, pescamos varios. —recordó y siguió rememorando— Muy diferente sería cuando, muchos años después, iría al mar con mi hijo Kiko:
Kiko, el hijo de El Soñador, de día laboraba como practicante en una empresa; mientras que de noche, estudiaba una maestría. Esto le dejaba muy poco tiempo para estar junto con su padre.
Una noche, Kiko comentó: “Papá, qué lindo sería ir a pescar”.
Días después, El Soñador sorprendió a su hijo con un obsequio: una caja con un equipo de pesca.
—¿Qué te parece si salimos mañana a las cinco, antes que amanezca y regresemos a las ocho? A tiempo para ir a nuestras labores —le preguntó a su hijo.
Al día siguiente, se dirigieron a la playa. Era verano y, a esa hora, eran los únicos humanos hasta donde les alcanzaba la vista.
Tras bajar del auto, corrieron descalzos por la arena hasta la orilla del mar, ansiosos de gozar de la naturaleza. Entre las peñas, las olas se agitaban en un vaivén incesante, subiendo y bajando para, finalmente, reventar contra las rocas.
—Ese peñasco parece seguro —dijo El Soñador.
En dicho lugar armaron el equipo y se dispusieron a pescar. Kiko lanzó repetidas veces los anzuelos, aunque después le indicó a su padre que éstos se llamaban señuelos, ya que la carnada era artificial. El Soñador, poco ducho en el arte de la pesca con caña, tiró algunas veces sólo por curiosidad, pues, lo que le interesaba era la mecánica del aparato.
Pronto, un sol resplandeciente iluminó el firmamento y, con él, aparecieron cientos de aves marinas. Sentados en la arena, disfrutaron viendo cómo las gaviotas se zambullían en espectacular picada y resurgían con su presa atenazada en el pico.
“Cómo me agrada tenderme y reposar en la arena para recibir el sol sobre mi piel”, pensó El Soñador. “Siento como si mi cuerpo flotara, casi me parece sentir cómo mis neuronas se van reparando. Aquí sí que reina la paz y el sosiego, lejos de las multitudes. ¿Cómo explicar a mis hijos que la vida no es una carrera desenfrenada, si mi propia vida fue toda una maratón?”.
Arrullado por el graznido de las aves y el murmullo de las olas, El Soñador se quedó dormido. No había pasado mucho tiempo, cuando el celular de su hijo empezó a sonar. Esto lo sobresaltó: la solemne quietud se había interrumpido. A El Soñador le sobrecogió algo muy parecido a la angustia; sintió invadida su privacidad y no pudo menos que pensar: “Kiko lleva consigo su celular hasta cuando va al baño. ¡Odio ese maldito aparato!”.
Cuando Kiko terminó de hablar, padre e hijo quedaron mirándose. El muchacho le adivinó el pensamiento y apagó el teléfono. Prendió el radio y se puso a cantar una de las melodías favoritas de su padre, quien se enterneció al escucharla. El enojo se le fue como por encanto.
—Estos peces son criollos —dijo El Soñador mirando al mar—. Ponles algo que huela y que tenga sabor, en lugar de señuelos plásticos con los ojitos pintados. —Ambos rieron.
—Mira, papá —dijo Kiko, mientras con el brazo izquierdo estrechaba a su padre y con el derecho le señalaba la oscura silueta de un bufeo que se desplazaba contorneándose.
—Allá hay otro —señaló El Soñador. Luego, abrazados caminaron un largo trecho por la orilla. Entre las olas centelleantes al fulgor del sol, divisaron algunas lanchas de pescadores que se hacían a la mar.
A diferencia de ellos, que terminaron con las manos vacías, aves, bufeos y lancheros pescaron en abundancia.
El Soñador se percató de la hora y previó que pronto las bárbaras lenguas de la multitud quebrarían la serena quietud de la playa y que éstas traerían ruidosas escenas e insulsas parlerías. Volviéndose hacia su hijo le preguntó:
—Hijo, ¿tienes hambre?
—Me comería una ballena, papá —contestó Kiko, mientras se restregaba el vientre con las manos.
Fueron a desayunar en un restaurante donde servían chicharrones. Sin apuro regresaron, a tiempo para cumplir con sus obligaciones laborales.
Mientras su hijo se despedía, El Soñador, recordó lo mucho que habían disfrutado. Esbozó una sonrisa y llegó a gritarle:
—¡Hoy sí que pescamos, el pescadito fuiste tú, hijo; y yo, el pescador!
18. LA FÍSTULA
El Soñador, a media noche, todavía deambulando por el Campo de Marte y después de recordar sus alegres experiencias infantiles, juveniles y familiares; su mente lo trasladó a cierto momento crítico que cambiaría su vida...
Era un día del verano, cuando El Soñador fue a consultar al médico respecto a un extraño y molesto ruido que sentía en el oído derecho. El neurólogo, después de escudriñarle la cabeza con el estetoscopio, le manifestó sin tapujos: “Se detecta una fístula. Ojalá las radiografías determinen la factibilidad de una operación. Eso depende de dónde esté ubicada”.
—¿Qué es una fístula? —preguntó El Soñador.
—Las fístulas son malformaciones arteriales —contestó el galeno—, en las que éstas se conectan directamente con venas, sin pasar por arteriolas ni vasos sanguíneos, produciéndose un paso directo de la sangre arterial al sistema venoso, llamado “robo sanguíneo”, es decir, como cuando el agua se va al desagüe sin haberse utilizado.
—Y, ¿qué me puede pasar?
—Al no haber nutrición en la periferia de la fístula —explicó el médico—, puede presentarse un infarto cerebral, insuficiencia cardiaca o hemorragia con presión sobre la masa encefálica.
Aquel día fue el más largo de su vida. Cuando retornaba del médico y a medida que se acercaba a su casa, sintió que se le doblaban las piernas y que el corazón le latía con más fuerza. Sin embargo, se llenó de valor; reunió a toda su familia y se dispuso a contarles acerca del mal que padecía. Todos escuchaban, pálidos, temblando de miedo y llorando en silencio. Tan pronto como El Soñador concluyó, se estrecharon en un prolongado abrazo. Su esposa, quebrantada, intentó decir algo, pero no pudo: su legua estaba paralizada. Hasta que finalmente dijo:
—¿Qué haremos ahora?
—Ahora... Desahogarnos. Lloren todo lo que quieran, pero, por favor, que ésta sea la última vez. Mientras dure el problema, tendremos que acostumbrarnos a convivir con él.
De acuerdo con las arteriografías, se determinó que la fístula era operable.
—Ahora tendrá que decidirse por algún neurocirujano para que lo opere —le dijo el neurólogo—. Le sugiero hacerlo con el especialista de esta clínica. Él es experto en Microcirugía Cerebral.
En muchas ocasiones, El Soñador había escuchado decir: “Para operarte, debes tener la opinión de diferentes médicos”. Mientras se encaminaba hacia el consultorio del especialista, se puso a pensar: “¡Qué difícil decisión! Ahora... ¿con quién me opero? Si tuviera algún pariente o amigo médico...”
Qué grande sería su sorpresa que casi gritó cuando estuvo frente al neurocirujano:
—¡Mano Santa!
Sorprendido y como hechizado, el especialista clavó su mirada en El Soñador.
—¡Pero... si eres tú, Soñador!
Se abrazaron fuertemente y quedaron así durante un largo rato.
—¿Quién creyera? Mi antiguo rival, ahora es un gordo, panzón y casi calvo —dijo El Soñador.
—Podemos hacer una carrera de cien metros. ¿No quieres averiguar quién gana?
Ambos rieron.
—Me alegra profundamente volverte a ver, aunque espero que tu visita no tenga nada que ver con mi profesión —dijo Mano Santa.
—Lamentablemente, sí —contestó El Soñador—. Pero me alegro doblemente de verte. Ahora dependeré de tus famosas “manos santas”. Confío en ti y ya no tendré que buscar a nadie más.
Mano Santa programó la operación para después de cuatro días, luego de que El Soñador superara los exámenes para el riesgo quirúrgico.
Curiosamente, su rival y enemigo acérrimo de épocas juveniles, Mano Santa, sería quien podría salvarle la vida.
Durante esos aciagos días, miles de pensamientos se agolparon en su mente. Su principal preocupación era el futuro de su familia, amén de un extraño sentimiento: se lamentaba que no hubieran muerto sus padres, pues, en gran medida, dependían de él, y su muerte les ocasionaría un profundo dolor.
—A mis padres no les informaremos hasta el último momento —dijo El Soñador—. Debemos evitarles mayores preocupaciones.
Estaba ansioso de que llegara el momento de la operación, fuera cual fuera el desenlace. Quería ya salir de una vez por todas de ese maldito ruido en la cabeza que no lo dejaba dormir. Día a día, el ruido que se repetía al ritmo de los latidos de su corazón, aumentaba de intensidad. Llegó a tal extremo que, por las noches, su esposa lo oía cuando se acercaban sus cabezas.
Lamentablemente, llegado el momento de la operación, El Soñador presentaba algunas líneas de fiebre.
—Tendremos que postergar la operación —le dijo Mano Santa.
—Me he preparado mucho para este momento. Te ruego veas la manera de operarme ahora mismo —suplicó El Soñador.
—La decisión no depende de mí. Es responsabilidad del anestesista.
Ante su insistencia, Mano Santa consultó con el anestesista, quien accedió a su petición, pero bajo un sistema de anestesia de bajo nivel, el cual fue aceptado por el paciente.
Durante la operación, Mano Santa observó que en las inmediaciones de la fístula, El Soñador tenía unas calcificaciones en forma de sobrehueso: era la secuela de una antigua fractura de cráneo.
—¡Debe de ser consecuencia del accidente que tuvo en la piscina del colegio! —supuso Mano Santa.
La calcificación de la cicatriz era tan dura que, al ser raspada con el bisturí, éste perdió el filo y hubo que utilizarse otras herramientas quirúrgicas.
Más tarde, El Soñador se lamentaría de haber aceptado la operación con anestesia de bajo nivel, pues, cuando le cosían los puntos, despertó y sintió intenso dolor. Finalmente, dopado y, luego de cinco horas de microcirugía, se quedó profundamente dormido.
Horas después, despertó sumamente desesperado y preocupado. ¡La fístula seguía retumbando en su cerebro! Quiso golpear su cabeza contra la pared para terminar con el martirio; pero otra sensación angustiosa lo distrajo del ruido: tenía tremendas ganas de orinar y no podía hacerlo. Una enfermera lo sondeó varias veces, pero todo fue en vano. El Soñador gritaba y maldecía. Buscaron al médico de turno, pero éste estaba atendiendo una emergencia. Pasarían varios minutos de indescriptible malestar antes de que llegara el médico. Cuando al fin logró evacuar, sintió gran alivio. Agotado, volvió a dormirse como un lirón y ya no despertaría hasta la mañana siguiente.
Cuando despertó, vio que Mano Santa estaba a su lado, quien le dijo: —La operación resultó más complicada de lo previsto. Tenías múltiples fístulas y tu estado febril imposibilitó una mayor exploración de la zona. Cuando una persona tiene un traumatismo encéfalo-craneano, al vibrar la masa encefálica, se seccionan miles de pequeños ramales sanguíneos y al unirse en forma accidental y equivocada “uno arterial con otro venoso” pueden formarse las fístulas. —Mano Santa hizo una pausa y continuó diciendo—. Tu accidente en el colegio debió haber sido tremendo, pero lo superaste debido a tu juventud. De haberse descubierto esa fractura en su oportunidad, los médicos, con la tecnología de aquella época, no hubieran podido hacer nada por ti. Me temo que será necesaria una segunda operación.
Un mes más tarde, le practicaron la segunda operación, que no fue tan accidentada como la primera. Esta vez lo durmieron profundamente y el resultado fue positivo: desapareció el ruido de la fístula.
19. “EL AVISPÓN VERDE”
Desde el Campo de Marte, refugiado en sus recuerdos, Al Soñador, le vinieron nuevos pensamientos a la mente…
Por aquellos días, falleció Don Hernán, padre de Maqui, quien antes de morir le dijo a Mario, el mayor de sus hijos:
—Si me pasa algo infausto, mi automóvil es para tu hermana Maqui.
Una semana después, Mario se dirigió a casa de su hermana y le dijo:
—He traído el auto de papá. Ahora es tuyo. Esa fue su última voluntad.
El vehículo era de color verde, no desarrollaba mucha velocidad, tenía dificultades para realizar los cambios y su timón giraba con muy poco radio de acción. Por lo demás, para sus años, estaba bastante bien.
Mario, aprovechó para contarle:
—En una oportunidad, cuando nuestro padre todavía vivía y era el dueño del carro, nuestros padres se fueron de viaje. Mi padre previamente me dijo:
—El auto sólo lo sacas en caso de emergencia. Además, tú tienes tu propio auto.
Un día, mientras mis papis todavía estaban de viaje, mi carro no arrancó y yo tenía que ir a la universidad. Creí que era un caso de emergencia, lamentablemente, lo saqué y en el camino se incendió parte del motor.
—Conociendo lo estricto que era nuestro padre me pasé tres noches cambiando toda la cablería, la batería y le adapté un carburador, pues ya no había repuestos.
—Finalmente pude ir a recoger a mis papis al aeropuerto. En el camino de regreso a casa tuve que contarle lo sucedido a mi papi. Él me dijo que no se notaba que se había incendiado, que no me preocupara, y al fin pude respirar tranquilo… y dormir.
Maqui y su esposo, El Soñador, tenían otro carro; pero, como estaban pasando dificultades económicas, se vieron en la necesidad de venderlo y se quedaron únicamente con el heredado. El Soñador iba a su trabajo en el automóvil, al que por su aspecto, sus compañeros de labores lo bautizaron con el nombre de “El Avispón Verde”.
Con el tiempo, “El Avispón Verde” envejecía cada vez más. No obstante se resistían a venderlo, pues, para ellos, constituía todo un símbolo; aunque, por causa suya, El Soñador era víctima de continuas bromas.
En la empresa, a los carros del personal les pusieron radio-comunicadores. En cierta oportunidad, se recibió una llamada de uno de ellos pidiendo ayuda; se le había bajado la llanta y no llevaba otra de repuesto. El Soñador acudió con “El Avispón Verde” provisto de un inflador, y pudo resolver la emergencia. Al día siguiente, todos comentaban en tono de chanza:
—“El Avispón Verde” salió al rescate.
En otra ocasión, estando El Soñador en su oficina se escuchó un estruendo. Vio cómo todo volaba por los aires. Por una fracción de segundo quedó aturdido, sin atener a nada. Luego, escuchó un grito: “¡Cuidado! ¡Terroristas!”.
Asustado, salió para ver qué sucedía. Todo era un caos: unos lloraban; otros permanecían como mudos; todas las cosas regadas y destrozadas. Sintió como si tuviera mil clavos dentro de sus oídos y una necesidad angustiosa de huir de ese manicomio. No tuvo que abrir la puerta, pues, ésta había sido arrancada de cuajo por la explosión. Todas las lunas del edificio estaban rotas, y la calle, llena de escombros. Los pedazos de vidrio seguían cayendo y uno de ellos le hirió en el hombro. Vio a dos personas heridas que eran atendidas por los bomberos, quienes no pudieron salvarlos de la muerte. Uno de ellos era el terrorista que había colocado el “triciclo bomba” y que no pudo escapar a tiempo y, el otro, un desconocido.
Todo había sucedido al lado contiguo de la oficina, donde funcionaba una playa de estacionamiento. Recordó a su “Avispón Verde” que estaba estacionado allí y corrió a verlo. Varios carros se veían muy dañados, pero al “Avispón Verde” sólo se le había desencajado la luna delantera —no se había roto—. La onda expansiva lo había desplazado cerca de treinta centímetros del lugar donde estaba aparcado. Sin embargo, se dio el lujo de servir de ambulancia y, cosa rara, El Soñador lo hizo arrancar al primer intento, algo que hasta entonces no había logrado en circunstancias normales.
Tanto “El Avispón Verde”, que ya tenía un cuarto de siglo rodando, como El Soñador sobrevivieron al atentado terrorista, resistiéndose tercamente a sucumbir; sin embargo, lamentablemente, El Soñador quedó con un zumbido continuo en el oído derecho; el cual, con el tiempo, fue convirtiéndose en un ruido intermitente: ¡la fístula! El resultado positivo de la segunda operación fue efímero y el ruido volvió a martirizarlo.
Fue necesaria una tercera intervención quirúrgica. En esta oportunidad le suturaron un ramal de la arteria carótida externa, el cual, se suponía, era el nutriente principal de las fístulas. Aparentemente, éstas desaparecieron; por lo menos, ya no escuchaba el molesto ruido.
20. LA SEPARACIÓN Y LA RECAÍDA
El Soñador, cual sonámbulo, anduvo por el Campo de Marte vagando, meditando y recordando vivencias... hora tras hora... toda la tarde... luego, toda la noche...
Su matrimonio continuaba a la deriva; su empresa, quebrada; y, ahora, su salud, doblegada. Después de la lapidaria noticia que le diera Mano Santa, no atinaba a hacer otra cosa que caminar, caminar, caminar…
Hacía años que ellos vivían discutiendo, cada vez con más frecuencia; pero seguían amándose apasionadamente.
El día siguiente al año nuevo, ella se enteró que los vecinos habían comprado un perro al que llamaban “Maqui”, igual al apelativo suyo. Esto la puso de mal humor.
—Imagínate. Ahora, cada vez que escuche mi nombre no sabré si debo contestar. No vaya a ser que estén llamando a ese animal —dijo ella a El Soñador.
Él también tuvo un mal día. Salió muy temprano a realizar su caminata habitual por el barrio. Y observó que todas las calles estaban sucias, llenas de cohetes que los chicos seguían reventando. Exaltado e intolerante ante el ruido de las explosiones, increpó a los muchachos:
—¡Chicos de mierda, irresponsables!... ¿No se dan cuenta que el país está lleno de terroristas? ¿Que un día de estos explotará, realmente, una bomba y nadie se dará cuenta de ello?...
Irónicamente, al lado de unos residuos de petardos reventados, picoteaban unas palomas, símbolos de “la paz”.
Al llegar a su parque favorito, sintió un pelotazo en la espalda que lo hizo exclamar:
—¡Malditos muchachos!
Resignado, decidió sentarse en una de las bancas para ponerse a leer. Debió pasar de largo ante la primera, pues estaba ocupada por una pareja, cuyas manifestaciones amatorias eran por demás escandalosas. La segunda estaba chorreada con helado de chocolate. Tuvo que descartar la última, porque sostenía a un pulguiento y maloliente mendigo durmiendo plácidamente. Buscó la sombra de un árbol y se acostó sobre el pasto. Abrió el libro que portaba y se puso a leer.
Al rato, sintió el hambriento aguijón de una hormiga. Rodó ágil y rápidamente sobre su cuerpo y se alejó del hormiguero; mas quedó cara a cara con el suelo y con un condón a pocos centímetros de su nariz. Se levantó y vio que otro preservativo lo tenía pegado al pantalón. Lo retiró con su pañuelo y, con pañuelo y todo, lo arrojó a un lado.
Cerró su libro y con el rostro encendido por la ira inició su retorno a casa.
—¿Qué diría mi suegra si supiera dónde terminó el pañuelo que me obsequió la semana pasada por Navidad? —pensó.
El champán, el chocolate, los panetones y todo lo que había tragado la noche del año nuevo lo habían llenado de flatulencias. Su estómago rugía, pues, al parecer, la caminata le había activado la digestión. Aceleró el paso, pero, al llegar a la esquina, sintió la sensación de que los automóviles se habían puesto de acuerdo para no dejarlo cruzar la pista. Cuando al fin logró pasar a la acera del frente, empezó a trotar; luego a correr velozmente con evidentes muestras de desesperación. Ya en los últimos tramos, sacó su llave del bolsillo como queriendo asegurarse de tenerla lista para cuando llegara a la puerta de su casa; pero se le cayó. Al agacharse para recogerla, sintió un dolor profundo y punzante. Tal era su ansiedad que, luego, no podo embocarla en el ojo de la cerradura. Cuando al fin lo logró, ya el dolor era como para morir. Gritó desaforadamente, como queriendo darse valor. Por fin llegó al excusado. Como ya se había aflojado la correa mientras corría, se bajó rápidamente el pantalón y se aventó sobre la taza. Y evacuó unas descomunales y fétidas heces. Cuando salió del baño, se encontró con su mujer y se enfrascaron en un áspero diálogo.
—¡Qué horror! ¡Has contaminado toda la casa! —dijo ella.
—Es consecuencia de la porquería de comida que me das.
—Serán las porquerías que comes en la calle.
—No me fastidies —dijo El Soñador—. Tú, que por tus temores y fantasmas que te persiguen le das tantas vueltas a la chapa de la puerta, eres la culpable de que casi me cague en los pantalones.
Después de esa agria discusión, no se hablaron hasta entrada la noche. Fue el tiempo más prolongado que jamás habían demorado para reconciliarse.
—Mañana me voy a vivir donde mi mamá —dijo Maqui rompiendo el silencio—. No es que ya no te quiera, sin embargo, las frecuentes discusiones que tenemos, muchas de ellas superfluas como la de hoy, ameritan una separación temporal para poder ordenar nuestros pensamientos.
—No. Es preferible que tú sigas en casa con los chicos y sea yo quien se vaya.
—Bueno, si así lo quieres.
—Yo también te sigo amando, pero pienso que los problemas nos han golpeado de tal manera que aparentemente ya no nos soportamos. Cuando se hayan aclarado tus pensamientos, llámame. Siempre te estaré esperando —concluyó El Soñador.
Lamentablemente, al poco tiempo de su separación, y a sólo seis meses de la tercera operación, escuchó nuevamente el inefable y horrendo ruido. Las fístulas habían reaparecido con más fuerza.
En las fístulas, al pasar la sangre directamente a las venas, se produce un llenado rápido de sus cavidades con un estruendo a modo de latigazos o “golpes de ariete”. El Soñador tenía varias de éstas ubicadas cerca del cráneo —caja acústica por naturaleza—. Con ritmo fúnebre, parecían decirle: ¡Te mataré! ¡Te mataré! ¡Te mataré!...Es tan aterrador este ruido, que muchos enfermos de este mal terminan suicidándose.
—Hemos hecho todo lo posible por ti —dijo Mano Santa—. Ahora estás en manos de Dios.
—¿Qué tiempo me queda? —preguntó El Soñador
—Por el tiempo que tiene de detectada la fístula, puede sangrar en cualquier momento —contestó Mano Santa—. Es raro que no haya sangrado ya. Sin embargo, y como última alternativa, consultaré telefónicamente a Houston, donde radica un gran especialista y amigo mío, el doctor Menacho.
El Soñador tenía un ruido que le oprimía el cerebro, que le hacía desvariar, llorar, no comer, no beber, no dormir. Un ruido que le amargaba la vida. La maldita fístula bullía en su cerebro y le martillaba las sienes.
21. LOS ÁRBOLES
En los dominios del sueño, desde el Campo de Marte, El Soñador había tenido esas visiones tan claras, tan extrañamente vivas, representando algunos recuerdos felices. Pero lamentablemente no podía permanecer en ese escenario. Sin embargo, reabrió las alas del sueño aislándose del mundo real. Y nuevamente pudo ver algo maravilloso: ¡Era ella, Maqui!
—Sólo soy una ilusión y muy pronto me iré, pero antes debo darte un mensaje de tu abuelita.
—De mi Mamama.
—Si, ella dice que no pierdas las esperanzas, que existen los milagros, pero que debes tener fe, mucha fe.
—¡Oh hermoso sueño, que no vuelvan a abatirnos las larvas de la vigilia! ¡No te vayas!
Y por un momento triunfó la ilusión; pero luego, sintió un brusco despertar.
De pronto, en el Campo de Marte, cesó el viento. Sintió una consoladora tranquilidad, como si fuera el repentino cese de una tempestad. Había empezado a amanecer y rápidamente la visión alrededor se aclaraba. Los primeros rayos del sol lo abrazaron y, de entre las brumas matinales, surgió un pequeño bosque de robustos y añosos árboles. Pensó: “Muchos vientos de muchas estaciones los azotan sin cesar, no obstante se mantienen tercamente erguidos. Yo crecí entre ellos y he de imitarlos. No me dejaré doblegar, lucharé con fuerza, me embriagaré de las cosas divinas y me emanciparé de este insoportable mal. Seré como estos majestuosos árboles que apuntan al cielo. Soy un gladiador y no he de rendirme.
Entonces, sintió una profunda paz...
El Soñador asumió una nueva actitud y retornó al consultorio de su amigo en pos de su automóvil. Cuando se aproximaba, divisó a Mano Santa que con la mano en alto le gritó:
—¡Soñador!... ¡Ven! ¡Tu familia te está buscando!
Mientras caminaban juntos, su médico y amigo le explicó:
—Me comuniqué telefónicamente con mi amigo de Houston, el doctor Menacho, quien conoce un nuevo tratamiento para tu enfermedad llamado embolización, el cual ha abierto nuevas posibilidades de curación. Y no es muy caro, pues lo están aplicando con éxito en Chile. Hoy mismo escribiré a un colega de Santiago.
El Soñador entró en el consultorio, en donde lo esperaban su mujer y sus hijos. Ver a su familia le produjo tal emoción, que tuvo que detenerse un instante para tomar aliento mientras ellos corrían a besarlo y abrazarlo.
—Nunca más nos separaremos –le dijo ella con los ojos llorosos.
—¿Cómo fue que vinieron?
Ella se enjugó una lágrima de la mejilla y dijo: “Preocupado al ver que tu auto seguía estacionado, Mano Santa nos llamó por teléfono... No sabíamos dónde estabas, pero suponíamos que vendrías por el carro... y vinimos a esperarte. He rezado tanto...”
El Soñador meditó en silencio: “Fue un milagro, hay que tener fe, mucha fe, tal como recomendó mi Mamama ¡Y pensar que quise suicidarme!...”
Las remembranzas del Campo de Marte, la nueva posibilidad de recuperar la salud y la reconciliación con su esposa le produjeron una paz espiritual inconmensurable y un optimismo indescriptible.
Días después, Mano Santa tenía todo preparado para que El Soñador viajara a Chile, el cual debió hacerlo solo, pues Maqui tenía que atender el negocio y sus hijos estaban en plenos exámenes.
En Santiago, cuando llegó a la Clínica, un famoso neurólogo lo entrevistó. Éste, mientras le hablaba notó que, al rato, El Soñador ya no lo escuchaba. Su mirada era fija, su tez pálida, su tono muscular flácido, pero con una contracción en la mandíbula. Sin embargo, dentro de su cerebro se producía un proceso de gran actividad, lleno de acontecimientos.
El doctor le cogió las manos que, heladas y nerviosas, escaparon aleteando como si fueran peces. El Soñador despertó.
—Es increíble, qué facilidad tiene usted para ensoñarse. Aunque el sueño que usted acaba de experimentar fue completamente distinto al normal, no era sueño, ni tampoco vigilia, sino un tercer estado.
—Yo no dormía, sólo fantaseaba. La fantasía siempre me acompañó. De esa manera, cuando niño era Superman, Mandrake el mago, Robin Hood; luego, cuando adolescente fui Pelé, el primero de mi clase, el irresistible; de adulto, el Gerente General, un millonario o el Presidente de la República.
—Lo que pasa es que usted llega rápidamente a lo que nosotros llamamos sueño Alfa y se pone a alucinar. Relacionando esto con su enfermedad, me refiero a la fístula que usted me mencionara, es posible una explicación. Entre el tronco cerebral y el hipotálamo se encuentran los centros inhibidores, que durante los episodios del sueño son estimulados desde el mesencéfalo. Usted tiene una fístula muy cercana a estos órganos. Una pequeña lesión puede anular o mermar la actividad del centro inhibidor, escenificándose el sueño, o lo que se denomina conducta onírica. Este comportamiento no aparece en condiciones naturales.
—Pero si la fístula fue producto de un accidente en el Colegio Militar, cuando yo era un jovenzuelo; sin embargo, creo que usted tiene razón, yo soy así desde niño.
—El accidente pudo haber sido una coincidencia; generalmente, las fístulas son congénitas —le dijo el médico mientras le entregaba una orden de internamiento—. Mañana, a primera hora, le haremos el cateterismo y la embolización.
Cuando salió de la consulta del especialista, mientras arreglaba su internamiento, pensó que para él, el sueño era algo fascinante: la sorpresa ante sucesos extraordinarios que ideaba su mente. Sin embargo, su propensión a soñar también lo limitaba. Se puso a recordar que, cuando él era estudiante, él trataba de poner atención al profesor; sin embargo, antes de que transcurrieran cinco minutos, su cerebro ya se había desviado a sus sueños.
Al día siguiente, lo desvistieron, le raparon la cabeza, lo sujetaron con correajes a una camilla y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Cegado con la luz de los potentes reflectores, y vencido por la acción de la anestesia, quedó rápida y profundamente dormido. Le iniciaron el delicado y riesgoso tratamiento con un pequeño corte en la ingle por donde le introdujeron un catéter, vía arteria femoral. La sonda llegó al corazón; lo recorrió y salió del mismo por la arteria carótida hasta llegar a la zona afectada del cerebro. Los médicos, que observaban todo el proceso a través de un monitor, pudieron determinar exactamente la ubicación y magnitud del mal. Ya sólo restaba hacer unas mediciones micrométricas y lanzar unos émbolos para taponar la fístula sin requerimiento de cirugía, cuando, al analizar el caso, el especialista suspendió el tratamiento.
Ya en la sala de recuperación, el médico le explicó:
—Lamentablemente, no es factible el tratamiento en su caso, ya que sólo puede embolizarse la carótida externa, y usted ya tiene comprometida la carótida interna. Por las características y la evolución de su enfermedad, requiere de una craneotomía y un trasplante de meninge; todo ello, podrán hacerlo perfectamente en Lima, guiándose de las placas especiales que hemos obtenido y del casete que contiene la grabación del monitoreo.
Tantas y dolorosas pruebas médicas y las tres operaciones sufridas lo habían minado a tal punto que, después del informe del médico, El Soñador llamó por teléfono a su esposa y le contó todo tal como se lo había prometido... y ambos rompieron en llanto. El desahogarse con su amada le produjo una sensación de calma, sin embargo, le sobrevino un sentimiento de culpa por haberla hecho sufrir. Volvió a llamarla y, con mayor serenidad, le manifestó que se sentía bien y que no se alarmara.
Como el médico le indicó que no debía de viajar en avión, cuando lo dieron de alta, inició el recorrido de retorno a Lima en autobús, el cual le pareció una eternidad. En el trayecto, revisó sus vivencias de los días anteriores y se puso a meditar: “Después de muchos golpes, y a esta altura de la vida, ya no soy el mismo de antes, el hombre con nervios de acero e inmutable ante la adversidad. Ahora, he aprendido a llorar”.
Durante horas miró por la ventana del vehículo con la mirada fija en el interminable desierto de Atacama y los ojos secos de tanto llorar, secos como el mismo desierto. En realidad, su cerebro no miraba; sólo veía para dentro: “He aprendido a compartir las penas con mis seres queridos. Eso me permite dar y recibir compresión, confianza y, sobre todo, mucho amor —pensó—. Siento que ahora soy más sabio y fuerte, porque puedo apoyarme en otros y, a la vez, ser su punto de apoyo”.
Durante el viaje hizo amistad con su compañero de asiento, un joven llamado Guillermo, con quien se desfogó contándole los resultados negativos de su tratamiento.
—Viajé a otro país para curarme de mi enfermedad, invertí tiempo y dinero; pero no sané de este mal —comentó El Soñador—. No obstante, conocí la verdad respecto de mi mal; además, hice muy buenos amigos.
Guillermo lo escuchó con atención y le dio ánimos para continuar su tratamiento en Lima.
Cuando llegaron a la capital y antes de despedirse, Guillermo le dijo:
—Por favor, me da su dirección y número telefónico. Lo llamaré para estar al tanto de su salud y también para visitarlo, si me lo permite.
Luego de anotar los datos, se despidieron afectuosamente, sin presagiar El Soñador que, muy pronto, Guillermo sería su donante de sangre.
De nuevo en casa y ya con su familia, El Soñador se sintió reconfortado. Había llegado el momento de ponerle fin a sus males y de enfrentar la cuarta operación.
“Tengo mucho temor al dolor, pero siempre podré enfrentarlo”, dijo a sus familiares y amigos, Ya que el premio es seguir viviendo un poquito más al lado de ustedes.”
La víspera de la intervención quirúrgica, no pudo conciliar el sueño. Sentía una sensación extraña al posar su cabeza rapada sobre la almohada, sensación que le hacía tener presente que se encontraba en una clínica y que, en unas horas más, sería sometido a una craneotomía con trasplante de la meninge. Ésta sería la más riesgosa de las intervenciones. Para bien o para mal, el final de la campaña de extirpación de aquel ruidoso y horripilante mal. Pensó que podría ser su última oportunidad de producir algo. Cogió lápiz y papel y escribió lo siguiente:
“Qué ilusos somos; quisiéramos aprender sin temor a equivocarnos; saber qué existe después de la muerte; ser muy buenos y que nadie nos envidie; que nuestros hijos sean libres, pero siempre nos acaten; que cambie el mundo sin que nadie se arriesgue; pasión sin lágrimas; lograr una cosa que no sea a costa de otra. Qué mundo tan aburrido sería ése; ya no tendríamos nada que aprender; ni metas difíciles ni peligrosas que superar; sin amores ni amistades que conquistar. Ese mundo no nos agradaría.”
Una persona, en circunstancias similares a las que sufría El Soñador, difícilmente puede ser creativa; sin embargo, él sentía mucha paz en su espíritu y estaba preparado para afrontar la muerte con dignidad. Para él, la muerte era natural y lógica. No la buscaba ni deseaba, pero ya tampoco lo asustaba.
22. DIÁLOGO DE SORDOS
Después de la operación, despertó con la misma tranquilidad con la que se entregó en las manos de los cirujanos, especialmente de Mano Santa. Pasaron los días sin volver a escuchar el insoportable ruido. Parecía que, por fin, se había producido el milagro. Fue dado de alta, no obstante que persistía un problema: su adicción a un potente somnífero que venía tomando hacía un buen tiempo. El médico le prescribió que disminuyera la dosis gradualmente. Poco a poco y a costa de largas caminatas antes de acostarse y de laborar en la computadora hasta agotarse, logró superar la dependencia.
Siguieron meses de felicidad a pesar de la crisis económica que por entonces envolvía al país. De pronto, un día casi se le sale el corazón del pecho: ¡el maldito ruido volvió a presentarse otra vez! El Soñador sabía que dentro de la cabeza tenía una boca sedienta de sangre, la cual se alimentaba a través de sus arterias de la misma forma como las plantas extraen la savia del subsuelo con sus raíces para nutrirse y crecer.
Su salud volvió a resquebrajarse. Sin darse cuenta, ya estaba tomando nuevamente el somnífero en dosis altísimas. Mano Santa ordenó una nueva angiografía. Durante la prueba, El Soñador experimentó un fuerte dolor de cabeza acompañado de vómito. Por el trajín del examen le sobrevino una hemiplejia. Se sintió terrible; pues, se le torció la boca y no articulaba bien las palabras ni podía controlar sus extremidades izquierdas.
Cuatro horas después, dormido sobre una camilla, lo sacaron de la sala de cuidados intensivos. Maqui corrió hacia él y se llenó en lágrimas al verlo con la cara totalmente deformada.
Cuando despertó unas horas más tarde, Maqui, encaramada en el brazo de un sillón, lo miraba. La atención le fruncía el entrecejo. El Soñador leyó lo que ella pensaba en su rostro que nunca había sabido disimular bien.
Ella acercó el sillón, se sentó a su lado, pasó las manos sobre su cara y delicadamente lo besó en la frente.
—¿Te sientes un poco aliviado ya?
—Mucho.
Constantemente le venían hipos prolongados que lo dejaban exhausto y ya le dolía todo el cuerpo de tanto movimiento compulsivo, involuntario. El rasurado y el corte en la zona inguinal para la penetración del catéter en la arteria femoral se le inflamaron. Sus movimientos eran lentos y torpes. Y producto de los potentes desinflamantes que ingería, sentía ardor en el estómago.
Luego de una semana, El Soñador fue trasladado a su casa.
—Estás sudando —observó Maqui.
—Tengo un poco de calor.
—¿Quito una frazada?
—Sí... Por favor.
—¿Tienes hambre?
Él hizo un ademán negativo, exteriorizando un casi mal humor.
—Tienes que alimentarte. Además —prosiguió, sin quitar los ojos de El Soñador—, he preparado la comida que a ti te gusta.
—Tengo sed —declaró.
Sostuvo la nuca de su esposo para ayudarlo a beber, y tras unas palabras de aliento, partió en busca de la comida.
Al rato apareció con una fuente.
—Tallarines con asado. Y de postre: fresas.
—Gracias, te has tomado mucha molestia, mi vida —dijo inspeccionado la comida—. Pero sólo quiero las fresas.
El rostro de Maqui se desencajó nuevamente.
—No podrás sobrevivir alimentándote sólo con fresas.
—Claro que sobreviviré. Será cuestión de tiempo. ¿Pero me repondré alguna vez del todo? Imagínate que quede así toda la vida. ¿Valdrá la pena?... ¿Comprendes? No me basta vivir. No deseo la vida de un hombre disminuido.
Ella lo miraba con sus ojos suplicantes y tristes.
—No importa, yo te cuidaré hasta los últimos días de nuestra vida.
Ella le pareció tan dulce y tan triste, que forzó una risita segura y dijo:
—Con tenacidad hay muy pocas cosas imposibles... Hasta ahora todo lo que me he propuesto, lo logré. ¿Por qué no he de triunfar esta vez?... Quiero curarme y me curaré.
A Maqui, las lágrimas le hincharon los párpados.
Cuando terminó de comer, ella dejó la fuente en la mesa de noche y le limpió la cara con una servilleta.
Él, con la mano sana, le cogió la muñeca.
—¿Quieres hacer el amor? —le dijo sarcásticamente.
Ella se sobresaltó, sus pestañas temblaron... Evitaba mirarlo. Dos nuevas lágrimas crecieron en el borde de sus párpados. Entonces, renunciando a disimular su pena lo miró con una sonrisa turbada, y permaneció unos segundos así, sin poder hablar.
—Discúlpame, creo que no fue una broma muy inteligente.
Pesadas lágrimas le corrían ahora por las mejillas. Su rostro, que tenía habitualmente la apariencia de una mujer joven, súbitamente había envejecido.
—Tal como te prometí antes de casarnos —le dijo El Soñador—, conmigo no has tenido tiempo de aburrirte, ya que vivimos de emoción en emoción. —Ambos rieron.
Con el tratamiento al que fue sometido, logró ir recuperando paulatinamente la salud. Sin embargo, durante algún tiempo requirió de ayuda para caminar. Cuando comía, se mordía con frecuencia la lengua y sufría de náuseas; bajó mucho de peso, porque había perdido el apetito y sus piernas asemejaban dos cañitas. Luego fue mejorando su caminar, recuperó su dicción, le retornó el apetito y pudo asearse por sí mismo.
Transcurrieron unas semanas más y, un día, fue muy emocionante para El Soñador manejar auto nuevamente. Recuperó su peso y logró vencer otra vez a la adversidad.
Lo sorprendente fue que, luego de la última angiografía, no volvió a escuchar el ruido de la fístula.
—Uno de los vasos sanguíneos nutrientes de la fístula —le explicó Mano Santa—, que pasaba próximo al nervio auditivo es el que ha sangrado, luego, cicatrizado. Esto eliminó el ruido. Fue casi un milagro, aunque todavía pueden quedar muchos otros vasos nutrientes que sin pasar cerca del oído, silenciosamente sangren en cualquier momento.
La señora Clarita, madre de Mano Santa, aún conservaba la luna donde su hijo realizara el milagroso dibujo de Cristo. Hasta le había hecho una urna. El Soñador, que había ido a visitarla, se arrodilló frente a la imagen y oró largo rato. Finalmente, de acuerdo a sus hábitos, se sumió en un sueño...
... El Soñador, quien admiraba mucho a otro soñador, al famoso personaje del Quijote de la Mancha, se vio vestido como el ingenioso hidalgo: con una vieja armadura, una lanza oxidada y un escudo abollado. Iba montado sobre Rocinante, avanzando al paso del achacoso caballo, cuando sorpresivamente fue arremetido y herido en la cabeza por el aspa de un molino.
—Os reconozco —dijo El Soñador—. Vos sois una fístula disfrazada de molino. ¡Temblad nido de víboras impías, nutrido por el flujo de mi sangre! ¡Ahora probaréis mi espada!
Pero, al primer avance, El Soñador fue derribado de su cabalgadura por un aspa del molino.
Sangrando e impotente ante su enemigo, imploró al Señor Jesucristo; mas no obtuvo respuesta y seguía sangrando profusamente.
—¡No tenéis piedad de mí! —le dijo a Dios, increpándolo por su indiferencia—. No veis que estoy perdiendo en esta incruenta batalla. Ya estoy dudando de vos. ¿Por qué me habéis hecho tan frágil? Tan sólo un simple mortal.
Luego, El Soñador, todavía personalizando a Don Quijote, alucinó lo siguiente:
“¡Dioses de la creación, dueños del tiempo y de mi existencia! ¿Por qué esa actitud muda? ¿Qué estáis gestando? ¿Por qué ese silencio?
Sois seres omnipotentes. Ante tal inteligencia, descarto la soberbia, la intriga y la imposibilidad. Es absurdo pensar que para llegar a la gloria tenga que soportar tanto dolor, tanta angustia.
¿Por qué no queréis comunicarme? Perdonadme mis señores, pero me siento un ser marginado y despreciado.
¿Quién espera que se toleren y cumplan órdenes sin entenderlas? ¿Las razones, yo mismo tengo que inventármelas? Pues... lo hubierais dicho.
¿Por qué segáis mi vida? ¿Por qué a mí? ¿Y por qué me permitís cuestionar lo que no tiene respuesta? ¿La angustia que se deriva del desconcierto es parte de mi castigo?
¿Esta vida, en realidad, es un purgatorio? ¿Queréis crearme también un castigo mental? El dolor en carne propia aún es soportable, pero que mis seres queridos queden al desamparo: ese dolor, es insufrible.
¿Habéis hecho un artificio dotándome de sentimientos paternales y conyugales y de la suficiente capacidad para deducir que mis seres queridos vivirán para sufrir y repetir mi desgracia? ¿Morir?
¿Dais para quitar? ¿Creáis los transitorios momentos felices para transmitirnos aspiraciones, privaciones, carencias y frustraciones? ¿Creasteis el tiempo para darnos temor ante el fin de nuestra propia existencia?
¿Estamos los humanos atrapados en un callejón oscuro, donde no existe el perdón e inexorablemente tendremos que pagar nuestra condena? ¿Después de ella seremos informados y restituidos a la sociedad de los dioses?
No me escucháis. No os escucho. Pues... éste, es un monólogo, o un diálogo de sordos.”
De pronto, precedida de su perfume característico, apareció la figura de su abuelita. La acompañaban la señora Clarita y dos amigas más; quienes, a macetazos, rompieron las astas del molino.
—¿Por qué le reclamas a Dios? —dijo la abuelita—. ¡Imagínate! ¿Cuántas miles de condiciones indispensables para que exista la vida tuvo que crear nuestro Señor? Y, ¿te parece poco pertenecer a la forma más elevada de la vida: El Hombre? Además, tú todavía no estás muerto y puedes seguir luchando, hijo.
La imagen de la anciana desapareció. El Soñador, quien ya se encontraba nuevamente sobre Rocinante, había captado el mensaje y, dirigiéndose a Dios, dijo: “Matadme si queréis. Soy pequeño y grande es mi dolor; no obstante, lucharé como un hidalgo caballero o como un gladiador; y jamás volveré a dudar de vos”.
A continuación se persignó y agregó: “Mi profesión es la de andante caballero. Son mis leyes, el deshacer entuertos, prodigar el bien y evitar el mal. ¿Es eso, de tonto y mentecato?”
23. EL INFORME MÉDICO
Luego de que Mano Santa fuera herido, en la curiosa trinchera tamaño King size, y le dieran de baja en el ejército, su familia recolectó dinero suficiente para enviarlo a Houston y lograr su rehabilitación física. Después de seis meses y dos operaciones en la pierna derecha, retornó con una cojera casi imperceptible y reinició sus labores profesionales en una clínica particular.
A continuación, Mano Santa entabló un juicio al Estado Peruano reclamando su restitución al Ejército. Para su defensa contrató a un buen abogado, al Doctor Lanao. Lo conoció cuando éste visitaba constantemente a Natalia, una de sus pacientes, quien se encontraba postrada en la Clínica y que también era su defendida. El abogado tenía una gran experiencia en el tema y abogaba por varios de estos casos, incluyendo otros que reclamaban indemnizaciones por daños y perjuicios ocasionados por algunos malos miembros del ejército durante la lucha contra el terrorismo. Entre las víctimas, se encontraba la pobre Natalia.
Ella era una trigueña con ojos vivarachos y carácter alegre. Cuando egresó de la Escuela de Inteligencia, la destacaron al Servicio de Inteligencia del Ejército, donde trabajó haciendo “reglajes”, penetraciones audiofónicas, clasificación e incineración de informes clasificados. Desarrollando estas tareas, se había enterado de algunos excesos y casos de lesa humanidad, información que proporcionó a algunos periodistas. Cuando en un diario, se publicaron algunos planes y actos secretos de la Dirección de Inteligencia, la noticia causó un gran revuelo y la Alta Dirección encomendó detectar, con carácter de urgencia, el origen de las filtraciones…
Pepe, un periodista, actuando como investigador de un programa de televisión, se enteró de que a la pobre chica la habían torturado.
—Dicen que ha estado vendiendo información, que ha soltado planes secretos a un periódico —Le comentó un informante.
—¿Cuál es su estado?
—Parece que le causaron una tremenda hemorragia vaginal. Como no querían que falleciera allí, la llevaron a otro lugar para no causar sospecha.
—¿Adónde?
—Al Hospital Militar, pero luego su familia la trasladó a una clínica particular. —Explicó el informante y continuó diciendo. —Habla con su abogado, dile que si están de acuerdo, los puedes ayudar. Toma esta es la tarjeta del abogado, el doctor Lanao.
Pepe se reunió con la familia y el abogado. Todos coincidieron en la importancia de una declaración.
Pepe y su equipo filmaron una entrevista a Natalia. Ella declaró con lujo de detalles las torturas recibidas.
Una vez lanzada al aire la filmación clandestina, el reportaje provocó estupor en los televidentes. En represalia, le dieron de baja a Natalia con una pequeña indemnización.
Los médicos de la clínica, estaban preparando un informe médico, en contraposición al de sus colegas del Hospital Militar que decía que la hemorragia fue producto de un aborto.
El abogado, el Doctor Lanao, necesitaba el informe médico como un instrumento legal que probara que lo que tenía su defendida había sido generado por maltrato, mas no como alegaban los acusados. Circunstancialmente, siendo el único especialista en Neurocirugía de la clínica, Mano Santa presidía el equipo que elaboraría el informe del “Peritaje Médico”.
Ya había pasado un mes y todavía no se entregaba el informe médico. Lanao se presentó donde Mano Santa e inició una conversación.
—A veces, es tan extremo el espíritu corporativo o institucional, que en algunas dependencias del Ejército, le dan un sentido equivocado al significado del compañerismo; y, apelando a evitar la mala imagen de la institución, exigen a algunos miembros a actuar contra los verdaderos principios éticos y morales —comentó Lanao.
—Ese es nuestro caso. Nosotros podríamos sufrir ajustes de cuentas si el informe del peritaje médico sale favorable a Natalia. Existe una campaña de amedrentamiento contra la Clínica, y hemos advertido que constantemente somos seguidos por agentes de inteligencia —aclaró Mano Santa.
—Imagínate, ¡cómo estaré yo!, que uno de los planes reportados por Natalia se refiere a mi aniquilamiento, conjuntamente con el de un importante director de un programa de televisión. No te preocupes, hablaré con Pepe, mi amigo del canal de televisión, para que esta noche se difunda el rumor de las amenazas.
—¿Rumor?
—No tenemos pruebas, sólo podrán comentarlo como un rumor. Supongo que después de difundido no se atreverán a otro escándalo.
—Gracias. Esto me da confianza; sin embargo, mi decisión ya estaba tomada. El informe incluso ya está firmado, sólo falta presentarlo.
Ese mismo día, Mano Santa visitó a El Soñador, y lo examinó: midió su presión y sus pulsaciones; y le dio algunas recomendaciones:
—Debes controlarte permanentemente la presión arterial y evitar todo aquello que te ponga la cara roja; por ejemplo: tomar licor, exponerte al sol, estar estreñido, cargar peso, agacharte, tener fiebre.
—¿Y si me sube la presión?
—Te estoy dejando pastillas para la presión y otras para evitar el estreñimiento.
—Cambiando de tema, ¿cómo te va con el informe médico?
—Es nuestra obligación hacer conocer la verdad, pero en realidad, cuando acepté el encargo, no sabía en lo que me metía. —respondió Mano Santa—. Te confieso que al acometer tan arriesgada empresa no conocía la cara del miedo; ahora, sé lo que es temblar de pies a cabeza al sentar la pluma sobre el papel.
—¿Te han amenazado?
—En este momento, la irritabilidad de algunos miembros del alto mando de las Fuerzas Armadas me obliga a tener que tomar muchas precauciones. Sí, estoy amenazado, también mi familia.
—¿Qué precauciones tomarás?
—Como sé que se trata de gente muy peligrosa, que ya ha cometido varios crímenes, he enviado a toda mi familia a la Argentina, donde vive mi suegra y estarán relativamente seguros.
—Pero acá tú corres peligro —expuso, con preocupación, El Soñador.
—Mi coraza es la prensa. Sin embargo, por seguridad, cada día duermo en un lugar diferente.
—¿Pero habrán algunos jefes honestos que te puedan ayudar?
—Mi verdad está en contradicción con la mayoría del personal de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, no faltan algunos amigos de la verdad, por quienes vale la pena correr el riesgo. Ya ha trascurrido un mes desde que, acosado e inducido a no hablar, asumí la responsabilidad de aclarar la verdad. Con este informe, acabo de entrar en cuentas conmigo mismo. Contra todo mi gusto, he demorado un mes en verter un par de páginas, que acaso en horas había concebido, y todo por temor —comentó Mano Santa.
El día anterior, había sido visitado por un par de agentes, quienes lo tentaron a cambiar de opinión, con la oferta de otorgarle su restitución al ejército, inclusive con el pago de todos los devengados transcurridos desde su cese; sin embargo, Mano Santa era un hombre probo e indoblegable y el informe fue contundente y favorable a Natalia.
El Doctor Lanao, con el informe médico a su favor, logró ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que sea admitida su demanda; y ésta, determinó que el Estado Peruano le pagara a Natalia una cuantiosa indemnización.
Finalmente, después de un tiempo prudencial, Mano Santa pudo traer a su familia nuevamente a Lima; sin embargo, el juicio de su restitución al ejército no se resolvería rápidamente, pues su caso dependía de la justicia militar, integrada por miembros muy vinculados a los acusados y parecería que nunca llegaría su resolución.
24. SOY UN GLADIADOR
El Soñador estaba ansioso de operarse de una vez por todas y salir del pernicioso mal. Luego de estudiar las placas, los comentarios del médico fueron pesimistas.
—La operación no es recomendable. Ésta sería de altísimo riesgo y tu estado de salud no es de los mejores —le advirtió Mano Santa.
“Qué débil es quien tanto ama y tan amado es; tengo tanto que perder”, pensó El Soñador.
Sabía que a las fístulas cerebrales las llaman “Bombas de tiempo en la cabeza”. Cuando éstas son diagnosticadas, generalmente sangran antes del séptimo año. Las suyas tenían ya más de cinco. Esto significaba que estaba viviendo “al filo de la navaja”; en cualquier momento podía sangrar, lo cual lo obligaba a tomar ciertas precauciones y actuar con algunas prohibiciones.
Se sintió muy deprimido, pero se dijo a sí mismo: “En mi esquema mental no debería haber espacio para la depresión anímica, pues, soy un gladiador, un generador espontáneo de ideas y emociones; y son muchas las cosas que todavía puedo hacer”. Sintió que la fuerza recurrente del amor de todos sus seres queridos era mayor que la del miedo y de todos sus malestares juntos. Y pensó: “¡Escribiré! Sí. Claro. Escribiré a modo de terapia, como válvula de escape para darme valor.
Cada operación era una dura batalla. El Soñador se sentía al borde de la muerte, pero él sabía luchar y sabía perder. La enfermedad no lo llevaría a la desesperanza, más bien, lo haría descubrir mucho amor a su alrededor. Pasaron los días y, poco a poco, se fue recuperando. Empezó a llevar una vida casi normal, con algunas limitaciones; no obstante, eran muchas más las cosas que sí podía realizar y con las cuales gozaba intensamente.
Paralelamente a su enfermedad, su economía también se había ido deteriorando. El país vivía una crisis tremenda. Como primera medida, tuvo que vender su casa y se mudó con su familia a una vivienda más pequeña. Semanas atrás, se había visto en la necesidad de recurrir a su hijo mayor —quien ya trabajaba—, a fin de que contribuyera económicamente para los estudios universitarios de su hermana menor. A El Soñador le fue difícil solicitárselo, pero el amor de padre hacia su hija, quien había iniciado con excelencia y devoción sus estudios, fue más fuerte. Su hijo le contestó: “Me has ganado la palabra, ahora, justamente, estaba por proponértelo”. Posteriormente y gracias a sus calificaciones, ella se haría acreedora a una beca parcial. Sus hijos trabajaban durante sus vacaciones y horas libres dando clases o en cualquier labor que se les presentara. Su esposa, sin descuidar las labores domésticas, hacía trabajos de mecanografiado. Los ingresos de la familia eran sólo para sobrevivir; sin embargo, se sentían contentos con lo que lograban.
Durante los últimos años, El Soñador había logrado desprenderse de sus problemas irreales. Aprendió a valorar las cosas simples de la vida y, sobre todo, estaba aprendiendo a ser feliz. Había transcurrido ya siete meses desde su último problema de salud. Cumplía cincuenta años y su hijo mayor le regaló una tarjeta en la que se leía:
“Estos dos últimos años, el regalo de cumpleaños que te ha hecho la Divina Providencia fue poder celebrar el siguiente. Y nosotros lo disfrutamos mucho más que tú. Ahora sé que siempre podremos celebrarlo, pues nos diste un ejemplo de entereza, lucha y amor que jamás podremos olvidar...”
Ese día, El Soñador se miró las manos y observó que sus dedos se movían con destreza. Inmediatamente pensó: “¡Qué maravilla! Ahora, con ellos y mi cerebro que aún razona escribiré algunas líneas”. Y escribió: “Estoy aquí; y estoy para ser feliz. No desperdiciaré ni un minuto”. Se sintió tan bien, tan relajado, que a partir de esa fecha empezó a dedicar un par horas diarias a redactar sus experiencias, sueños y reflexiones.
25. EN LAS MANOS DE DIOS
Luego de realizar sus compras en el mercado, tal como era su costumbre hacerlo durante los domingos, El Soñador cogió el periódico y se puso a leer sin apuro.
Un esplendoroso sol iluminaba el ambiente y se percibía el delicioso aroma de la comida que estaba preparando Maqui, quien a su vez, escuchaba música en la radio. A El Soñador le fascinaba oír a su mujer cantar alegremente a dúo con su cantante favorito: Camilo Sesto.
Su hija estudiaba con una amiga en una habitación del segundo piso y él tenía la sensación de que todo estaba bajo control.
Desde el sillón de la sala —donde estaba sentado—, podía divisar por la ventana el jardín exterior de la casa: coposo, lleno de begonias, con un césped recién cortado y donde picoteaban algunos pajarillos.
—¡Qué día tan hermoso! —pensó, arrobado—. Como para después de él morir, llevándome solamente a la otra vida las imágenes grabadas de estos instantes.
Intercambiaba momentos de hermosa lectura con otros de sueño. Se dormía invitado por la calma, la ausencia de ruidos disonantes, sin presiones de apuro ni de tránsito y con un sentimiento de seguridad dentro de su hogar. A ratos despertaba, leía unas pocas líneas, luego, nuevamente se quedaba adormilado. Y, aunque trataba de resistirse para poder gozar de tan maravillosos momentos, el sueño también era delicioso y reparador... y se dormía... Mientras dormía, soñaba y navegaba por el mar de la inconsciencia, tal como lo hace un experto y vicioso navegante en la red de Internet.
Se puso a pensar: “¿Cómo explicarles a los jóvenes que la vida no es una lucha desenfrenada? Yo mismo, tiempo atrás, no hubiera estado facultado para disfrutar plenamente de estos momentos. Mi propia vida ha sido tormentosa; he necesitado de la sabiduría que sólo dan los años para llegar a amar tanto la calma”.
“¡Cuánto aprendí de Don Capa! Una persona tan sencilla, pero con gran sabiduría. ¡El sí que sabía vivir!, él necesitó perder todo lo material, para luego recién lograr la felicidad al lado de su Juanacha”.
Al rato, Maqui escucho el ruido de un golpe. Cuando fue a ver lo que había pasado, pegó un grito de espanto: era El Soñador que había caído privado al suelo. Rápidamente fue llevado en una ambulancia a la clínica, donde lo esperaba Mano Santa. Le pusieron oxígeno y una inyección; sin embargo, hizo un paro cardíaco. Intentaron salvarlo con el resucitador, pero no dio resultado. Lo intentaron dos veces más, infructuosamente. Al final, con un último intento recuperó el ritmo del corazón. Los médicos determinaron que se trataba de una insuficiencia coronaria, debido a las fístulas, y que probablemente habían sangrado. Luego de tomarle unas placas, confirmaron el diagnóstico y lo llevaron de urgencia al quirófano. Mano Santa, nuevamente le abrió el cráneo para colocarle una sonda, con el objeto de drenar la sangre que le estaba generando una peligrosa presión sobre la masa encefálica.
—Está “en las manos de Dios”, ya hemos hecho todo lo que podíamos hacer… Ahora solo queda esperar — dijo el galeno, desde la sala de cuidados intensivos.
El Soñador tenía ya tres días en coma. Aparentemente se encontraba en un sueño del que parecería que ya nunca podría despertar. Muy pronto tendrían que desconectarlo de tantos tubos y aparatos que lo mantenían con vida artificialmente. En ese momento, él se encontraba soñando…
“Percibía, a lo lejos, una luz blanca, que se iba apagando mientras ingresaba por un túnel oscuro, muy largo. Ya la luz estaba por disiparse, cuando de pronto, apareció su abuelita, lo cogió de la mano y lo regresó hasta la puerta del conducto. Allí estaba la implacable fístula, disfrazada de molino. La Mamama, le echó a su nieto unas gotas de perfume y El Soñador, mágicamente, cambió de vestimenta, por las del famoso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Se encontraba montado sobre Rocinante y a su lado estaba su querido amigo de la infancia, El Tuerto, sentado sobre el burro y con la apariencia de Sancho Panza, quien vio al enemigo y disparó con su honda una piedra a los engranajes del molino. Éstos se atracaron y detuvieron. El Soñador aprovechó tal circunstancia y arremetió fuertemente con su lanza contra el molino. Le acertó tal golpe al eje de la máquina, que saltaron volando sus astas y, en el acto, se convirtió en un nido de víboras. Éstas abrieron sus fauces mostrando unos terribles colmillos, amenazando al hidalgo caballero; pero su difunto amigo, El Arequipeño, apareció y vino en su defensa y, con la Geloso, aplastó a las serpientes, quienes chirriaron y sangraron copiosamente, hasta quedar secas e inertes.”
En ese instante, despertó confuso, como aturdido, mirando alrededor como si acabase de despertarse de un sueño profundo.
—Fue un milagro —comentó Mano Santa— la hemorragia, al cicatrizar, selló y resecó las fístulas. Morirás de cualquier otra cosa menos de la fístula.
Dos semanas después, Mano Santa iría donde El Soñador llevando dos documentos; uno, el alta de El Soñador, el cual suscribió con su famosa mano; el otro, la Resolución Ministerial que lo reintegraba al Ejército, por la que tantas dificultades pasó y al fin logró.
Y, los dos amigos, antiguamente acérrimos rivales, se fundieron en un fraterno abrazo.
COMENTARIOS DEL AUTOR
Esta novela está escrita de tal manera que cada capítulo es un cuento cerrado; a la vez, todos ellos están ligados, principalmente, a través de las remembranzas de Enrique en el Campo de Marte.
Pretendo coger de las cosas simples de la vida, aquellas que para mí tienen valor, explicarlas con profundidad; pero también, con la mayor sencillez posible, que permitan sensibilizar, entretener y transmitir objetivamente mis pensamientos, ideales, pasiones y angustias.
Pensé que podría parecer grotesco mezclar detalles extremadamente humorísticos con otros tan dramáticos; pero creo que así es la vida.
En su mayor parte, mis escritos tratan sobre la conducta humana y se basan en la vida real; algunos de ellos, a punta de adrenalina, minutos antes de entrar al quirófano. Para mí, escribir es una válvula de escape y una necesidad de comunicación. Cuando pasé por momentos difíciles, estos escritos fueron toda una terapia y fórmula de descompresión.
También podría decirse que éstos son una historia de amor. De amor entre todos los miembros de mi familia.
El título y el contenido de uno de los capítulos del presente, “SOY UN GLADIADOR”, resume mi calificativo más importante para los peruanos sobrevivientes a la hiperinflación, al terrorismo de Sendero Luminoso y a los Gobiernos nefastos que desde siempre vienen deteriorando el país. Gladiadores que tienen dignidad, tanto para vivir como para morir, con mucha capacidad de lucha, pero también cuando corresponde, con gran resignación.
Me encanta transmitir valores positivos, como el compañerismo del “Tuerto” cuando cedió una de sus cometas, la entereza del “Soñador” para enfrentar sus males, el esquema de vida de “Don Capa” y muchos otros. No se trata tampoco de ocultar la verdad ni la vida abundantemente miserable, triste, corrupta e inconsecuente; pero es una obligación ética de todo escritor, darle a la negatividad una adecuada proporción y conducción. Creo que para escribir algo entretenido no es necesario remover esas siete capas de excremento sobre las cuales vivimos, llenas de vulgaridades extremas, de sexo y de violencia. Mas bien, hay que ubicarse por encima de ellas y tonificarse con el aire puro de la dignidad humana. Que existen valores morales, amor y dignidad. Que también en la vida hay cosas hermosas.
Mano Santa y el Soñador, cuarenta años después del campeonato de cometas. Ya pasaron casi veinte años más, después de la foto.