(Finalista en el Concurso de Cuentos "El hijo del presidente" de la Editorial El Escriba de Buenos Aires, Argentina http://www.elescriba.com/hpcuento2.htm)

El hijo del presidente, Kiko, seguía una maestría en Economía, lo cual, considerando la tupida agenda de su padre, les dejaba poco tiempo para estar juntos.

Una tarde, de las pocas que podían compartir, mientras almorzaban, Kiko dijo: “Papá, qué lindo sería ir a pescar”.

Días después, el presidente sorprendió a su hijo con un obsequio: una caja con un equipo de pesca.

—¿Qué te parece si salimos mañana a las cinco, antes que amanezca, y regresemos a las ocho? A tiempo para asistir a nuestras labores —le preguntó a su hijo.

Al día siguiente, se dirigieron a la playa. Tras bajar del auto, indicaron a los guardias de seguridad que se quedaran allí, y ellos se fueron caminando descalzos por la orilla del mar. Ansiosos de gozar de la naturaleza, se alejaron lo suficiente como para ser los únicos humanos hasta donde alcanzara la vista. Entre las peñas, las olas se agitaban en un vaivén incesante, subiendo y bajando para, finalmente, reventar contra las rocas.

—Ese peñasco parece seguro —dijo el presidente.

En dicho lugar armaron el equipo y se dispusieron a pescar. Kiko lanzó repetidas veces los anzuelos, aunque después le indicó a su padre que éstos se llamaban señuelos, ya que la carnada era artificial. El presidente, poco ducho en el arte de la pesca con caña, tiró algunas veces sólo por curiosidad, pues lo que le interesaba era la mecánica del aparato.

Pronto, un sol resplandeciente iluminó el firmamento y, con él, aparecieron cientos de aves marinas. Sentados en la arena, disfrutaron viendo cómo las gaviotas se zambullían en espectacular picada y resurgían con su presa atenazada en el pico.

—Cómo me agrada tenderme y reposar en la arena para recibir el sol sobre mi piel —pensó el presidente—. Siento como si mi cuerpo flotara, casi me parece sentir cómo mis neuronas se van reparando. Aquí sí que reina la paz y el sosiego, lejos de las multitudes. ¿Cómo explicar a mis hijos que la vida no es una carrera desenfrenada si mi propia vida fue toda una maratón?

Arrullado por el graznido de las aves y el murmullo de las olas, Kiko se quedó dormido. No había pasado mucho tiempo, cuando el celular de su padre empezó a sonar. Esto lo sobresaltó: la solemne quietud se había interrumpido. A Kiko le sobrecogió algo muy parecido a la angustia; sintió invadida su privacidad y no pudo menos que pensar: “Mi padre lleva consigo su celular hasta cuando va al baño. ¡Odio ese maldito aparato!”.

Cuando el presidente terminó de hablar, padre e hijo quedaron mirándose. Como si se leyeran las mentes, mientras el presidente apagó el teléfono el muchacho prendió el radio, y se pusieron a cantar. El malestar se fue como por encanto.

—Estos peces son criollos —dijo el presidente mirando al mar—. Ponles algo que huela y que tenga sabor, en lugar de señuelos plásticos con los ojitos pintados. —Ambos rieron.

—Mira, papá —dijo Kiko, mientras con el brazo izquierdo estrechaba a su padre y con el derecho le señalaba la oscura silueta de un bufeo que se desplazaba contorneándose.

—Allá hay otro —señaló el presidente. Luego, abrazados caminaron un largo trecho por la orilla. Entre las olas centelleantes al fulgor del sol, divisaron algunas lanchas de pescadores que se hacían a la mar.

A diferencia de ellos, que terminaron con las manos vacías, aves, bufeos y lancheros pescaron en abundancia.

El presidente se percató de la hora y previó que pronto las bárbaras lenguas de la multitud quebrarían la serena quietud de la playa y que éstas, al reconocerlo, traerían ruidosas escenas e insulsas parlerías. Volviéndose hacia su hijo le preguntó:

—Hijo ¿tienes hambre?

—Me comería una ballena, papá —contestó Kiko, mientras se restregaba el vientre con las manos.     

Fueron a desayunar en un restaurante donde servían chicharrones. Sin apuro regresaron, a tiempo para cumplir con sus obligaciones.

A las nueve de la mañana, el presidente ya se encontraba despachando en el salón presidencial. Haciendo un alto en sus labores se puso a recordar lo mucho que habían disfrutado en la playa. Esbozó una sonrisa y se dijo a sí mismo: “Hoy sí pescamos. El pescadito fuiste tú, hijo; y yo, el pescador”.