(Ganador del XII Concurso Internacional Literario de la Editorail Giraldo en San Paulo, Brasil, en la categoría Cuento)

 

Enrique, muy enfermo, sabía que la muerte lo rondaba de cerca; por ello, no desperdiciaba su tiempo y trataba de gozar de cada momento.

 Ese día, se había levantado muy temprano con una sonrisa de dicha y satisfacción. Un esplendoroso sol iluminaba el ambiente y se percibía el delicioso aroma del almuerzo que estaba preparando su esposa; quien, a la vez, escuchaba música en la radio. A Enrique, le fascinaba oír a su mujer cantar alegremente a dúo con su cantante favorito: Camilo Sesto.

Desde el sillón de la sala —donde estaba sentado—, podía divisar por la ventana el jardín exterior de la casa: coposo, lleno de begonias, con un césped recién cortado y donde picotean confiadamente algunos pajarillos.

—¿Qué día tan hermoso? Como para después de él morir, llevándome solamente a la otra vida las imágenes grabadas de estos momentos. —arrobado pensó.

Intercambiaba momentos de hermosa lectura con otros de sueño. Se dormía invitado por la calma, la ausencia de ruidos disonantes, sin presiones de apuro ni de tránsito y con un sentimiento de seguridad dentro de su hogar. A ratos despertaba, leía unas pocas líneas, luego, nuevamente se quedaba adormilado. Y, aunque trataba de resistirse para poder gozar de tan maravillosos momentos, el sueño también era delicioso y reparador... y se dormía... Mientras dormía, soñaba y navegaba por el mar de la inconsciencia, tal como lo hace un experto y vicioso navegante en la red de Internet.

Sonó la licuadora, sin embargo, el ruido no lo alteró, pero sí lo sacó de su embriaguez. Volvió a la realidad, cogió una silla, se trasladó al jardín y se puso a pensar: “¿Cómo explicarles a los jóvenes que la vida no es una lucha desenfrenada? Yo mismo, tiempo atrás, no hubiera estado facultado para disfrutar plenamente de estos momentos. Mi propia vida ha sido tormentosa; he necesitado de la sabiduría que sólo dan los años para llegar a amar la calma. Justo ahora, cuando estoy enfermo y mi corazón ya se quiere detener”.

—Cómo me agrada tenderme y reposar para recibir el sol sobre mi piel —pensó Enrique—. Siento como si mi cuerpo flotara. Aquí sí que reina la paz y el sosiego, lejos de las multitudes. —arrobado, siguió pensando— Mis hijos manejan sus carros miles de kilómetros cada mes, dentro de un tránsito infernal; constantemente se están capacitando, siguiendo cursos de “post-grado” y trabajando muchas horas extra. ¿Y todo ello? ¿Para qué? ¿Qué vale más que sus preciosas vidas? ¿El maldito dinero?

Enrique echó unas migajas a los pajarillos quienes se alborotaron alrededor de él. Esbozó una sonrisa y retornó a sus reflexiones: “Muchas veces, los hombres no saben decidir respecto a la utilización de su tiempo; la mayoría muere sin poder hacerlo. Algunos, aparentemente privilegiados, heredan suficiente riqueza material y la malgastan junto con su tiempo; otros, también privilegiados, la obtienen en base a austeridad y esfuerzo; mas, cuando ya pueden gozar de su tiempo, lo siguen vendiendo. Son muy pocos los que acumulan lo indispensable para cumplir con sus necesidades y luego disfrutan de su tiempo. Con frecuencia, confundimos los medios con los objetivos; de esta manera, nos pasamos toda la vida trabajando, sacrificándonos y privándonos; perdiendo el concepto de lo esencial y adoptando una actitud absurda: matándonos para vivir”.

Al rato, Enrique dormía nuevamente. Jamás volvería a despertar.