Desde muy joven, aprendí a dominar mis sueños, de tal manera que, cuando no me gustaba el curso que tomaban, los replanteaba y conducía para que me resultaran gratos. También, soñando, encontraba soluciones a problemas que no podía resolver despierto; inclusive, hacía sofisticadas reflexiones. Apenas despertaba, antes de bañarme, me ponía a escribir como poseído, transcribiendo mis sueños fielmente, sin olvidar un solo detalle.

El último año nuevo, lo pasé con un grupo de amigos, mi hijo Kiko y Machi, su novia. Ellos dos se divirtieron mucho alternando con mi grupo íntimo de amigos; ello denotaba concordancia, amistad y complacencia en la relación entre padres e hijos.

Horas después, mientras dormía, me entregué a mis sueños y dilucidé respecto a los momentos felices que había pasado; luego, al amanecer, transcribí:

 

 

            Cada año más de vida es un regalo divino; también podemos decir lo mismo de cada día, de cada hora o de cada instante.

La lucha por la supervivencia es tal, que uno no tiene tiempo para tomar conciencia de su nivel de felicidad, para saborearla y repotenciarla.

Hay que detener el tiempo, planear actividades placenteras y evaluar nuestra proyección respecto a antiguos objetivos. Ser conscientes de lo que hemos logrado y tener resignación por aquello que hemos perdido; sin embargo, esto es muy difícil. Generalmente, los objetivos logrados ya no son importantes;  ahora nuestro interés está centrado en nuevos objetivos, son ya otras nuestras angustias.

Si perdemos o logramos algo, no tomamos en consideración si poseemos menos o mucho más que la mayoría. Generalmente, sólo es importante para nosotros nuestra proyección en términos absolutos y no en su relatividad con terceros.

Nuestra concentración en la gestión de nuestros múltiples, renovados y permanentes intereses, no nos permite tomar conciencia de las ganancias y pérdidas. Por eso, frecuentemente la felicidad es un estado de ánimo inconsciente, que sólo “recordamos” cuando lo que nos hacía feliz ya lo hemos perdimos, o cuando lo obtenido es tan “archiconocido” que ahora sólo es un comentario sin angustia y sin emoción.

Aquel primero de enero fui muy feliz.