Enrique, quien padecía de una grave enfermedad, sabía que la muerte lo rondaba de cerca; por ello, no desperdiciaba su tiempo y trataba de gozar de cada momento. Todas las mañanas, se levantaba muy temprano con una sonrisa de dicha y satisfacción. Se tornó bromista y disfrutaba de las cosas más simples, como la de ir al mercado de su barrio. A ese mercado popular —al estilo tercermundista—, no a los modernos supermercados. Para él, dicho mercado era un lugar singular, lleno de interesantes personajes.
Un día, tal como lo hacía todos los domingos, fue allí y pensó: —En este lugar se ve mucha laboriosidad, pero no se siente ansiedad. Cada puesto de ventas es un pequeño negocio donde sus trabajadores son sus propios dueños —siguió pensando—, quienes trabajan duro y parejo, aunque posiblemente ganen poco; pero lo hacen con alegría y felicidad.
Los puestos de venta estaban agrupados por zonas, de acuerdo a los productos que vendían: carnes de res, pescados, pollos, frutas, menestras, verduras, flores y otros.
Uno de sus favoritos era el puesto del quesero.
—Caballero, tengo dos kilos del queso que a usted le gusta, ¿se lo lleva todo? —le preguntó el placero.
—No... sólo un kilo, ¿quieres que engorde como un chancho?
—Pero jefe, si el queso fresco es sano; el que engorda es el mantecoso.
—Bueno... ya... dame los dos kilos —contestó Enrique.
Mientras recorría varios puestos sin parar, recordó la recomendación de su esposa: —No te vayas a comprar todo el mercado. Recuerda que nuestra refrigeradora es chica, también que Kikito ya se casó y Antonio tampoco come en casa.
“El Soñador” odiaba la venta de flores: cercenadas, próximas a morir prematuramente sin cumplir su función reproductora. Sin embargo, le encantaba la fruta madura, brillante, bien presentada para su venta. Había una gran variedad de ellas con su apariencia de exquisitez; algunas, exóticas y, casi todas, aromáticas.
—¿”Caserito”, qué fruta quieres? —le dijo la frutera.
—Dame un kilo de granadilla, medio de lúcuma, uno de mandarina y una mano de plátano palillo —pidió Enrique.
—"Caserito", llévate estos mangos: están jugosos y duros; parecen tetas de quinceañera.
-¿Cuánto cuesta el kilo?
—Sólo cuatro soles, “caserito”.
—Bueno, dame dos kilos, pero escógemelos bien maduros.
El sol atravesaba el plástico rojo que estaba colocado a modo de toldo, el cual daba a la fruta un color atractivo. Se veían chirimoyas, papayas, manzanas, uvas de varios tipos, peras, sandías, ciruelas, melocotones, mangos y muchas frutas más.
—Éstas sí que son más grandes que las tuyas —dijo Enrique, a la vez que cogía una sandía.
La gorda rió mostrando su desdentada dentadura.
Continuó por la zona de verduras, donde se veían: nabos, alcachofas, papas, zanahorias, cebollas, lechugas, betarragas, rocotos y otros. Sus diferentes colores daban la apariencia de gigantescas cajas de crayolas.
Después de llenar varios platillos de la balanza y colmar su canasta dijo: “Eso es todo”.
La placera cogió un lápiz y un pedazo de cartón; luego, con una memoria increíble, sacó la cuenta. Simultáneamente, había atendido a dos clientes más, a quienes también les calculó el importe sin equivocarse.
Ya sólo le faltaba la menestra. Tenía que pasar delante de los vendedores de carnes y aceleró el paso para evitar los olores.
Iba cambiando la bolsa de mano en mano, pues, el peso de ella, se dejaba sentir.
—Yo, con mi metro ochentiséis, estoy jodido —pensó—. Tengo que agacharme a cada rato para no chocar con los toldos.
—Señor, ¿le lustro los zapatos? —le preguntó un chiquillo.
—No. Gracias. Pero toma, te regalo un plátano.
—Gracias —dijo el chico, quien se guardó la fruta en el bolsillo.
Una vez completadas sus compras, pensó: —Ahora sí, me gané mi cebiche.
Tiempo atrás, no se atrevía a comer en el mercado; pero cuando se enteró que el delicioso cebiche que comía en el restaurante de la esquina de su casa lo adquirían en dicho lugar, perdió el miedo.
—Señor, con bastante camote —pidió.
Mientras devoraba su plato, se puso a pensar en lo que le dijo su esposa antes de salir de casa: —No comas porquerías; fíjate que ya no eres un jovencito y te puedes enfermar.
Ya estaba por salir cuando un enano que vendía nueces, avellanas y otras frutas secas le pasó la voz.
—¡Jefe! ¿No lleva guindones?
—Dame 200 gramos de éstos y 200 gramos de maní.
El enano se le acercó echando la cabeza para atrás para poder mirarlo. Apenas le llegaba a la altura de la cintura.
—“Pucha”, usted sí es abusivo —le dijo— Me dobla en tamaño.
—“Pucha”, que si eres “pucho”; mejor dicho, “puchito” —le contestó Enrique. Ambos rieron.
—Hasta el próximo domingo.
—Hasta luego, jefezote.
Enrique se fue pensando: “Tengo ya tres años en este barrio. Cuando vine al mercado por primera vez yo era un extraño; ahora soy un tipo un poco raro entre tantos paisanos y mestizos, pero no un desconocido. Son muchos los saludos y las sonrisas que he intercambiado con esta amigable gente. Ahora ya soy parte del medio.”